Cuando me preguntan si creo en el amor incondicional siempre
contesto que no sólo creo firmemente en él, sino que sé dónde vive. Habita en
los profundos ojos de Elvis, el perro de Cristina, la niña muerta.
Desde siempre, su mayor deseo fue tener un perro. Cada año les
hacía a sus padres la misma petición: “¿Puedo tener un perrito, por favor?”.
Cercana la fecha de su noveno cumpleaños, sus padres recibieron la
cruel notificación que confirmaba la enfermedad de su hija y decidieron, por
fin, plegarse a sus deseos.
—¿Sabes que serás tú la que se encargue de él, verdad? -dijo su
padre.
—Sí, papá, no te preocupes. ¡Estoy tan contenta!
—Y recuerda que no vas a “tener” un perro -apuntilló su madre. No
es una posesión. No es un juguete de los que dejas tirados por tu habitación.
—Lo sé, mami. ¡Os quiero!.
Esa misma tarde fueron al albergue de animales y Cristina salió de
allí con Elvis en brazos. La visita fue muy corta. En cuanto se vieron, se
enamoraron el uno del otro.
La vida les dio el tiempo suficiente para crecer juntos. Todas las
tardes me los encontraba en el parque corriendo, saltando todo tipo de obstáculos y retozando.
—¿De qué raza es tu perro? —le pregunté.
—Elvis es un chucho de pura raza.
—Ja, ja, ja… Me encanta, es
precioso.
—Y, además, es muy especial porque es el perro más pequeño de los
perros grandes y el perro más grande de los perros pequeños. Es el más negro de
los perros blancos y el más blanco de los perros negros y es el más bueno de
los perros traviesos y el más trasto de los perros buenos.
Esa misma noche, Cristina murió en su cama, sin hacer un ruido,
sin molestar a nadie.
—¡Qué contrariedad!,—pensó. Con la de cosas que tenía que hacer
mañana.
Cristina, como todas las niñas que han tenido que convivir con una
enfermedad grave, tenía reflexiones más maduras de las que le podrían
corresponder por su edad. Elvis percibió que la tristeza intentaba adueñarse de la niña y se
acurrucó a su lado. Ella le acarició con dulzura y, poco a poco, la pena fue
desapareciendo. Si antes eran los mejores amigos, a partir de ese instante se
harían inseparables.
Pasaban los días sin nada más que hacer que estar juntos, aunque
debido a su estado, la niña muerta pensaba que ya no podría jugar con Elvis tanto
como antes.
—Quizá debería dejar que te fueras con otra familia —le dijo, y un
arroyo de lagrimas imaginarias recorrió sus resecas mejillas.
Elvis ladró un par de veces recriminándole el comentario y, de pronto,
se abalanzó sobre ella y le arrancó una pierna. Comenzó a dar vueltas a su
alrededor con el miembro en la boca provocando que la niña muerta se partiera
de risa, literalmente. Al rato, el perro se la devolvió y ella, sin poder parar
de reír, se la volvió a lanzar. Así,
estuvieron jugando toda la tarde hasta que, agotados, acabaron abrazados sobre
la hierba.
Al regresar, como era su costumbre, la niña salió al jardín para cambiar
el agua del bebedero y ponerle la cena a Elvis mientras éste la observaba
atentamente. En cuanto volvió a entrar en la casa, el perro se afanó en volcar
el agua y enterrar con esmero su comida. Después, se acercó hasta su amiga
relamiéndose y se tumbó a sus pies.
—¡Cada vez tardas menos en cenar, glotón! —dijo, mientras le
rascaba detrás de las orejas.
Elvis babeaba de puro gusto. Sus ojos se fueron cerrando con una
mezcla de cansancio y felicidad. Se durmió con la certeza de que pronto saltaría el último obstáculo y ya nada podría impedir que estuvieran juntos para siempre.
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