martes, 10 de enero de 2017

DEAD CHILD´S ICE BREATH

Entonces, ella me dio un manotazo y me echó de la cama. Me senté en el sofá del salón. Busqué refugio en el alcohol y en las drogas abriendo la libreta y humedeciendo la pluma. Mientras narraba en mi diario lo del manotazo, recordé que casi todo el mundo adora a los niños muertos.

Últimamente, me había dado por combatir el insomnio y la soledad escribiendo historias de niños muertos. Las buscaba básicamente en los periódicos y en las redes sociales. Una sencilla publicación en mi perfil de face originó una avalancha de respuestas. Más de trescientos contactos empezaron a contarme incidentes protagonizados por niños muertos o relacionados con ellos y a compartir enlaces con noticias procedentes de todo el mundo, y fotos, muchas fotos, miles, en las que siempre aparecía un niño muerto o incluso varios, sonriendo tristemente a la cámara o al móvil. Niños muertos en el colegio después de un examen; niños muertos en la playa sin sentir frío ni alegría; niños muertos en Callao, celebrando un Halloween en mitad de Septiembre o a principios de Octubre; niños muertos frente a máquinas de coser y de planchar y recogiendo patatas; niños muertos disparando en la nuca a una persona viva; niños muertos esperando a que alguien abra una puerta; niños muertos interpretando el Preludio de la Suite número 1 de Bach con un violonchelo…

En fin, lo que más me llamó la atención fue un mensaje privado de solo cuatro palabras, “Hola, me llamo Estefanía y soy un niño muerto”.

A esas alturas, ya había visto infinidad de imágenes y videos de niños muertos como para sorprenderme por algo nuevo, pero nunca había llegado a conocer a ninguno. Estefanía no era amigo mío del face, así que le envié una solicitud de amistad junto con un mensaje también privado. Como no quería demostrar una desconfianza que no sentía ni mi certeza absoluta de que no se trataba de una broma, por si se trataba de una broma, me limité a ser frío y cadavérico, “Hola, qué tal”.

No me contestó de inmediato pero aceptó mi solicitud y de este modo pude acceder a su perfil, que no era público. Y bueno, allí no había nada, o bien se acababa de incorporar a la red y por eso su único amigo era yo, o bien era verdad que Estefanía estaba muerto. No solo no había publicaciones recientes ni antiguas, también faltaban las fotos de perfil y de portada y todos los datos propios de una cuenta, fecha de nacimiento, lugar de trabajo, relaciones sentimentales, etcétera. Lo cierto es que me dejó muy intrigado, pero no quise demostrarlo y esperé. Esperé tanto que al cabo de varios meses llegué a olvidarlo.

Un año y medio más tarde, recibí un segundo mensaje compuesto también por cuatro palabras: “Me gusta mucho lo que publicas, quiero conocerte en persona”.

Pues ya está, le pregunté la edad. Treinta y cinco, respondió. Demasiado mayor para mis quince, pensé. Quedamos en el lago de la Casa de Campo, justo enfrente del embarcadero. El domingo por la mañana.

Antes de estrecharme la mano, se quitó el sombrero o la gorra para presentar sus credenciales, y luego se inclinó de manera que no me hizo falta subirme a un tranco para ver el agujero del cráneo y descubrir que carecía de cerebro. Los huesos de su mano se clavaron acto seguido en la mía con tanta frialdad como emoción. Me sorprendieron mucho su baja estatura y su cara de niño.

—Me morí hace veintiocho años —fue lo primero que dijo.
Encantado —respondí yo.

Además, le pregunté si el motivo de la cita era acaso que me contase su historia. Repitió:
Me morí hace veintiocho años.

Entendido. Había que ahondar. Quise saber cómo. Y fue así:

Mis padres me regalaron un osito de peluche. A mí me gustaba meterme en su cama para acariciarle el pelo a mi madre, que era bien largo y suave y se enredaba a la perfección en mis dedos, y aquel peluche era casi tan largo y suave como el suyo. Vivía conmigo y yo me pasaba horas acariciándolo por la noche, hasta que me morí de caricias. Una mañana me desperté muerto, mis padres no estaban allí o quizá sí que estaban aunque yo no los viera, porque de vez en cuando se encendía el televisor o se oía una risa, un ronquido, un pedo, un llanto o una conversación. Mi madre, por ejemplo, solía llorar mucho, y a mí me gustaba pensar que se debía a que yo había muerto. Mi padre, en cambio, lloraba en silencio, como si le diera vergüenza o como si el muy idiota, con más de cuarenta años, todavía no hubiera aprendido a llorar. No sé a quién se le ocurrió la idea de lavar el osito. Lo colgaron de la cuerda pasadas las nueve de la noche como si fuera un puto calcetín. Me levanté y me mudé de cama. Bueno, lo intenté, y fracasé, porque la de mis padres estaba llena de sapos, no quedaba ni un pequeño hueco para mí. Por eso abrí la cristalera y conseguí acariciar al osito.

De ahí el agujero en la cabeza y la ausencia de cerebro, pensé.

Le prometí que publicaría su historia convertida en cuento y volví a casa cagando leches. Acabé de escribirla a eso de las tres y media de la madrugada. Mis padres se habían acostado cuatro horas antes. De repente, me sentía emocionado y ligeramente fuera de mí, porque narrar cualquier sentimiento es raro que no conlleve el pesar o la dicha de sentirlo. Y me apeteció mucho abrazar a mi madre en aquel momento, acostarme a su lado y abrazarla, confundirme con ella y que me protegiera, aunque llevásemos quince años sin hacerlo. Por lo visto, el hielo de mi respiración sobre su nuca fue tan brusco y desagradable que reaccionó con un acto reflejo  brutal, conocido vulgarmente como manotazo.

Caracol Romera


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