Entonces, ella me dio un manotazo y
me echó de la cama. Me senté en el sofá del salón. Busqué refugio en el alcohol
y en las drogas abriendo la libreta y humedeciendo la pluma. Mientras narraba
en mi diario lo del manotazo, recordé que casi todo el mundo adora a los niños
muertos.
Últimamente, me había dado por
combatir el insomnio y la soledad escribiendo historias de niños muertos. Las
buscaba básicamente en los periódicos y en las redes sociales. Una sencilla
publicación en mi perfil de face originó una avalancha de respuestas. Más de
trescientos contactos empezaron a contarme incidentes protagonizados por niños
muertos o relacionados con ellos y a compartir enlaces con noticias procedentes
de todo el mundo, y fotos, muchas fotos, miles, en las que siempre aparecía un
niño muerto o incluso varios, sonriendo tristemente a la cámara o al móvil.
Niños muertos en el colegio después de un examen; niños muertos en la playa sin
sentir frío ni alegría; niños muertos en Callao, celebrando un Halloween en mitad
de Septiembre o a principios de Octubre; niños muertos frente a máquinas de
coser y de planchar y recogiendo patatas; niños muertos disparando en la nuca a
una persona viva; niños muertos esperando a que alguien abra una puerta; niños
muertos interpretando el Preludio de la Suite número 1 de Bach con un violonchelo…
En fin, lo que más me llamó la
atención fue un mensaje privado de solo cuatro palabras, “Hola, me llamo
Estefanía y soy un niño muerto”.
A esas alturas, ya había visto infinidad
de imágenes y videos de niños muertos como para sorprenderme por algo nuevo,
pero nunca había llegado a conocer a ninguno. Estefanía no era amigo mío del
face, así que le envié una solicitud de amistad junto con un mensaje también
privado. Como no quería demostrar una desconfianza que no sentía ni mi certeza
absoluta de que no se trataba de una broma, por si se trataba de una broma, me
limité a ser frío y cadavérico, “Hola, qué tal”.
No me contestó de inmediato pero
aceptó mi solicitud y de este modo pude acceder a su perfil, que no era
público. Y bueno, allí no había nada, o bien se acababa de incorporar a la red
y por eso su único amigo era yo, o bien era verdad que Estefanía estaba muerto.
No solo no había publicaciones recientes ni antiguas, también faltaban las
fotos de perfil y de portada y todos los datos propios de una cuenta, fecha de
nacimiento, lugar de trabajo, relaciones sentimentales, etcétera. Lo cierto es
que me dejó muy intrigado, pero no quise demostrarlo y esperé. Esperé tanto que
al cabo de varios meses llegué a olvidarlo.
Un año y medio más tarde, recibí un
segundo mensaje compuesto también por cuatro palabras: “Me gusta mucho lo que
publicas, quiero conocerte en persona”.
Pues ya está, le pregunté la edad.
Treinta y cinco, respondió. Demasiado mayor para mis quince, pensé. Quedamos en
el lago de la Casa de Campo, justo enfrente del embarcadero. El domingo por la
mañana.
Antes de estrecharme la mano, se
quitó el sombrero o la gorra para presentar sus credenciales, y luego se
inclinó de manera que no me hizo falta subirme a un tranco para ver el agujero
del cráneo y descubrir que carecía de cerebro. Los huesos de su mano se
clavaron acto seguido en la mía con tanta frialdad como emoción. Me
sorprendieron mucho su baja estatura y su cara de niño.
—Me morí hace veintiocho años —fue
lo primero que dijo.
—Encantado —respondí yo.
Además, le pregunté si el motivo de
la cita era acaso que me contase su historia. Repitió:
—Me morí hace veintiocho años.
Entendido. Había que ahondar. Quise
saber cómo. Y fue así:
—Mis padres me regalaron un osito
de peluche. A mí me gustaba meterme en su cama para acariciarle el pelo a mi
madre, que era bien largo y suave y se enredaba a la perfección en mis dedos, y
aquel peluche era casi tan largo y suave como el suyo. Vivía conmigo y yo me
pasaba horas acariciándolo por la noche, hasta que me morí de caricias. Una
mañana me desperté muerto, mis padres no estaban allí o quizá sí que estaban aunque
yo no los viera, porque de vez en cuando se encendía el televisor o se oía una
risa, un ronquido, un pedo, un llanto o una conversación. Mi madre, por
ejemplo, solía llorar mucho, y a mí me gustaba pensar que se debía a que yo
había muerto. Mi padre, en cambio, lloraba en silencio, como si le diera
vergüenza o como si el muy idiota, con más de cuarenta años, todavía no hubiera
aprendido a llorar. No sé a quién se le ocurrió la idea de lavar el osito. Lo
colgaron de la cuerda pasadas las nueve de la noche como si fuera un puto
calcetín. Me levanté y me mudé de cama. Bueno, lo intenté, y fracasé, porque la
de mis padres estaba llena de sapos, no quedaba ni un pequeño hueco para mí. Por
eso abrí la cristalera y conseguí acariciar al osito.
De ahí el agujero en la cabeza y la
ausencia de cerebro, pensé.
Le prometí que publicaría su historia
convertida en cuento y volví a casa cagando leches. Acabé de escribirla a eso
de las tres y media de la madrugada. Mis padres se habían acostado cuatro horas
antes. De repente, me sentía emocionado y ligeramente fuera de mí, porque
narrar cualquier sentimiento es raro que no conlleve el pesar o la dicha de
sentirlo. Y me apeteció mucho abrazar a mi madre en aquel momento, acostarme a
su lado y abrazarla, confundirme con ella y que me protegiera, aunque llevásemos
quince años sin hacerlo. Por lo visto, el hielo de mi respiración sobre su nuca
fue tan brusco y desagradable que reaccionó con un acto reflejo brutal, conocido vulgarmente como manotazo.
Caracol Romera
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