sábado, 21 de enero de 2017

SOME GAMES DEAD CHILD


  Durante la noche le gustaba caminar desnudo por la casa con un cuchillo de carnicero en la mano y quería ser mi amigo. Era nuevo en el barrio, hijo único, sus padres habían comprado la casa justo enfrente de la nuestra y acababan de instalarse allí. Remanecían de Ízbor, un pueblo minúsculo situado junto a un afluente homónimo del Guadalfeo entre Motril y Granada. El padre trabajaba para la empresa Alsina Graells conduciendo autobuses en la ruta de Barcelona. La madre procuró hacerse amiga de las vecinas en cuanto se instalaron en la nueva casa, especialmente de aquellas que al menos tuvieran un hijo varón de la misma edad o similar que la del suyo, unos once años.
  Una noche, mi madre primero nos pidió por favor a mi hermano y a mí que nos hiciéramos amigos del muchacho y luego nos obligó al menos a intentarlo. Lo cierto es que, aunque no supiéramos cómo se llamaba ni nos importara, ya le conocíamos de verlo sentado en el tranco de su puerta sin hacer otra cosa que contarse los dedos de los pies como si le faltara o le sobrara alguno. He de reconocer que nuestra primera impresión fue que no nos caía bien, sin embargo, tiempo después, pudimos confirmarla. 
  Exactamente aquella tarde, cuando mi madre preparó tres bocadillos de mortadela para la merienda, uno para el Franci, otro para mí y un tercero para nuestro nuevo vecino, y nos obligó a jugar con él, ahí fue cuando la confirmamos. Se aseguró de que no le diésemos el tercer bocadillo al primer perro que viéramos por la calle acompañándonos hasta la casa de enfrente. Llamó a la puerta, abrió la esposa del chófer, “aquí, mis hijos - anunció mi madre -, que quieren jugar con el suyo”, “qué bien”, exclamó la otra. Y ya está, mi madre se quedó fuera y nosotros, dentro. La mujer nos indicó el camino para llegar al huerto, donde, según ella, estaba su hijo. Antes de llegar, nos advirtió:
—Por favor, no se os ocurra decirle que está muerto o que parece que está muerto porque no le gusta. 
  Hasta ese momento, ni mi hermano ni yo le habíamos dado nombre a la extraña sensación que experimentábamos cuando veíamos al niño sentado en el tranco, y era precisamente esa, la sensación de cadáver que transmitía, como si se hubiera muerto ayer o hace una hora. 
  —¡Diegollo, Diegollo! —gritó la madre desde la puerta de la cocina, que daba acceso al huerto—, ¡unos amiguitos han venido a jugar contigo!
Pasaron treinta o cuarenta segundos. Nadie respondía. Pensé, a lo mejor ha saltado la tapia y nos libramos de merendar con él. 
  —No os preocupéis —nos desalentó la madre—, estará distraído jugando a sus cosas. No andará lejos, se concentra tanto en sus juegos que ni oye ni padece. 
  Y nos animó a pasar y a buscarlo. Caminamos recelosos entre árboles frutales y tomateras pero sin llamar a nuestro supuesto nuevo amigo, con la sincera y reconocida esperanza de que no apareciera hasta la hora en que tuviéramos que volver a casa, mientras recordábamos nítidamente las últimas palabras de la mujer, “ni oye ni padece”, “claro, le dije a mi hermano, igual que los muertos”. 
  De pronto, después de un buen rato, notamos una pequeña vibración de tierra bajo el cerezo. Retrocedimos por precaución y porque ya estábamos bastante acojonados como para que aquello nos pareciera normal. Desde luego, aquello no era ni de lejos normal, de hecho, podía tratarse de un topo o de una lombriz gigantes. La tierra se movía, se ondulaba, se retorcía, se elevaba, menguaba, arriba, abajo, exactamente igual que una respiración telúrica. Habríamos huido al instante pero la curiosidad era superior al miedo. Y entonces no nos cupo la menor duda de que nuestro nuevo vecino estaba como una puta cabra o que realmente no era como nosotros, los niños vivos. Las dos manos que surgieron de la tierra eran las suyas, luego sacó la cabeza, con los ojos abiertos y la cara sucia. Cuando acabó de desenterrarse y se puso de pie, escupió tierra y nos miró sin ninguna señal de sorpresa en el rostro.
  —Mi madre te ha preparado un bocadillo de merienda, vivimos enfrente —dije. 
  —Lo sé —respondió el niño muerto. 
  Acto seguido, cogió el bocadillo que le estaba ofreciendo, le quitó la servilleta de tela, lo miró con curiosidad, creo que intentó olerlo y finalmente lo enterró en el mismo lugar del que él había salido un momento antes.
  —Es que ahora no tengo hambre, me lo comeré después si acaso.
  —Se te va a llenar de tierra.
  —Me encanta la tierra. 
  Que pensé, éste no está como una puta cabra, las putas cabras son 
mucho más cuerdas que este chiflado. Sin sonreír, como anunciándole a alguien la muerte de un familiar, nos propuso un juego. 
  —Venid, os voy a enseñar el pesebre, jugaremos al niñojesús.
  Nos condujo a un rincón del huerto donde había un pequeño chambao de cañaveras. Dentro, dos sillas y una caja que un día debió contener fruta. 
  —Tú eres el burro y tú eres la vaca. Tenéis que rebuznar y mugir todo el rato. 
  —¿Y tú que haces?
  —Nada, soy el niñojesús. 
 Entonces, se metió en la caja, tumbado boca arriba, esculpió una sonrisa de piedra, elevó un poco las manos y nada más, se quedó completamente quieto. Sus ojos abiertos no miraban a ninguna parte y su boca no respiraba. Mientras yo rebuznaba y mi hermano mugía, le tapé la nariz con dos dedos. La noté fría y viscosa y también noté que no pasaba aire por su boca. Por lo tanto, pensé, en realidad, no representaba al niñojesús sino a un muñeco rígido e inanimado del niñojesús. No sé si recuerdo que estuvimos rebuznando y mugiendo durante más de una hora, pero recuerdo muy bien que fue la madre del niño quien puso fin a la escena asomándose al huerto para informarnos de que esa noche dormiríamos allí. 
  —Será muy divertido —añadió—, podréis pasaros toda la noche jugando porque mañana es sábado. Vuestra madre me ha dado los pijamas y los cepillos de dientes. Voy a preparar la cena. 
  Como estábamos en invierno, a las siete de la tarde ya era noche cerrada. A las ocho y media, la madre de Diego o Diegollo, como ella le llamaba, nos sirvió la cena. Sopa de pollo y unos platillos de queso y chorizo. Por aquel entonces, nadie de mi barrio tenía tele, así que habríamos cenamos en completo silencio si a la anfitriona no le hubiera dado por hablar, porque su hijo no abrió la boca en todo el rato, ni siquiera para comer, puesto que no probó ni la sopa ni el chorizo ni el queso ni el pan ni el agua ni nada sin que a la madre le importase lo más mínimo. Ella parecía más interesada en vendernos las cualidades de su vástago a fin de afianzar los lazos de amistad entre él y nosotros. 
  —En Ízbor —empezó diciendo—, todos los niños querían ser amigos de mi Diegollo, ¿verdad, cariño?, era el niño más popular de su colegio, todos los juegos se los inventaba él, ya veréis qué imaginación tiene el tío, ¿te acuerdas, mi vida?, el juego de la gallina sin cabeza, el de hay un gato dentro de la lavadora, el del perro sin patas, el del terremoto en el cementerio, incluso el del niño muerto, que a mí no me gustaba mucho pero que a tus amiguitos les encantaba, cuéntaselo tú, anda, diles la gracia que les hacía a todos los niños y a las vecinas verte saltar desde la terraza a la calle sin que te estampanaras para siempre, o aquella vez que les enseñaste a tus amigos cómo engancharse a la parte trasera de los camiones y una rueda te aplastó la pierna derecha y tuvieron que amputarla, este chiquillo nunca se aburre, lo que más odia en la vida es aburrirse…
  Aquella noche lo vimos jugar al cuchillo desnudo sin que nos asombrara lo más mínimo. Al día siguiente se lo contamos a mi madre y nos prohibió tajantemente pisar esa casa de nuevo. Nunca más volvimos a jugar con Diegollo. Hace unos días, mi hermano me dijo que se cruzó con él y que charlaron. Me contó que sigue muerto y que se dedica al turismo como director de un complejo de apartamentos turísticos cuyo nombre no recuerdo. 

Caracol Romera


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