Decían que Cameron era un niño
prodigio porque a los tres años aprendió a jugar al ajedrez y con cuatro ya le
ganaba a su padre. También decían que estaba tarado porque poco antes de
cumplir nueve, dejó de hablar como la personas. Así mismo, empezó a desplazarse
igual que un caballo y a veces se quedaba quieto y endurecido como una torre o
se aligeraba diagonalmente con la agilidad de un alfil o avanzaba despacio con
pasos de peón o era la reina del tablero; pero solo se sentía rey por las
noches, cuando la constante amenaza del entorno se disipaba con la luz.
Entonces, encendía su Play Station Portable o PSP y se dedicaba durante horas a
jugar a los marcianitos, a abrir la caja de los dinosaurios e instalarse
directamente en el cretácico o a colocar treinta o cuarenta piezas en ese
puzzle de cinco mil que nunca llegó a completar…, en fin, cosas que hacen los
niños cuando tienen tiempo libre y todavía no se han muerto.
Cameron empezó a morirse en el verano
de 2007, poco antes de su noveno cumpleaños.
Su padre, gran aficionado al ajedrez,
le apuntó a un torneo que se celebraba anualmente en el condado costero donde
veraneaban. Si embargo, a pesar de su gran pericia estratégica, a Cameron le
gustaba tanto el ajedrez como a su madre, quien en realidad lo odiaba. Veía en
él lo peor de lo peor de la raza humana, desde el canibalismo (“comerse” al
enemigo) a la política de tierra quemada. Alguna vez accedió a las súplicas de
su marido y jugó con él alguna que otra partida, pero nunca lograba acabarlas,
al cuarto o quinto movimiento de ataque contrario, se rendía presa de una
ansiedad que la obligaba a tomarse un kilo de diazepanes como si mañana no
tuviera que levantarse a las seis para ir al trabajo. Aparte de eso, era rara
la noche en que su marido no se quedaba levantado analizando partidas y jugando
on line con seres solitarios y oscuros que aborrecían la luz del sol. Dormía
sola por culpa del ajedrez y ahora, también su hijo la abandonaba. Por
indicaciones de los propios educadores del colegio donde estudiaba, y por
insistencia del padre, el niño empezó a dedicar las tardes a entrenarse. Los
paseos campestres de la merienda que solía dar con la madre fueron sustituidos
por un profesor particular de ajedrez y por su participación en numerosas
partidas que se celebraban en el seno de un club en el que fue inscrito por el
padre sin preguntarle siquiera si le apetecía.
En aquel torneo veraniego siempre
participaban más de cinco maestros de nivel planetario, así que el hecho de que
un niño de ocho años llegase a la final atrajo la atención de los medios y de
un público que se había ido apartando del evento porque siempre ganaban los
mismos. La expectación alcanzó las primeras planas de los periódicos y los
minutos más vistos de los telediarios. Antes de poner en marcha el cronómetro
doble para disputar esa última partida, Cameron ya era un héroe nacional, pero
también, un niño muerto.
Falleció a lo largo de la tercera
partida del torneo, concretamente en el movimiento número 11. Jugaba contra un
muchacho estadounidense de Kentucky de veintidós años que poseía una ELO
superior a 2500 y el título vitalicio de Maestro Nacional. Pues ya está, el americano llevaba más de
quinientas partidas seguidas manteniendo esa puntuación y se concentraba tanto
en sí mismo, en su propia concentración, durante los enfrentamientos, que ni
siquiera le llamó la atención la corta edad de la persona que tenía enfrente. Intentó
aprovechar la ventaja de las blancas con un ataque de distracción por el centro
que Cameron advirtió desde la primera jugada. Conforme adivinada las torcidas
intenciones del kentuckeño, iba componiendo manchas de sangre sobre el tablero.
Veinte o treinta años después de muerto, le contó a una enfermera cómo empezó a
urdir atroces venganzas contra el rey blanco hacia el movimiento número once de
la partida, así, en cuanto conquistase la fortaleza, en cuanto dejase al rey
sin defensa posible, o en cuanto éste decidiese rendirse y suplicar clemencia,
lo ataría al propio trono y le sacaría los ojos con un alfil, después se lo
iría comiendo vivo bocado a bocado. El principal error del americano fue
levantar la vista del tablero y mirar directamente a su oponente. Fue entonces
cuando reparó no solo en que se trataba de un niño, además, percibió algo que
le llenó de inquietud, nerviosismo y distracción, el puñetero crío no miraba a
las piezas para moverlas, le miraba a él, a los ojos, sin pestañear, sin
sonreír, sin respirar, como un autómata o como un cadáver cuyo objetivo principal
en la muerte fuese joderle vivo. Se rindió tres movimientos más tarde, y justo
después de tumbar a su rey, Cameron lo cogió y se lo llevó en un bolsillo.
Nadie sabe lo que hizo con él, ni siquiera la enfermera a la que veinte o
treinta años después le contó el incidente, pero el de Kentucky, a quien
todavía le quedaban dos partidas por disputar, volvió a Estados Unidos esa
misma noche y desde entonces dicen que no ha salido de su dormitorio.
Quizá, si el torneo hubiera contado
con un desfibrilador portátil, Cameron no habría jugado la final estando
muerto. Los organizadores intentaron llevárselo directamente al tanatorio, pero
ni él ni su padre lo consintieron. Estudiaron el reglamento de la Federación
Internacional de Ajedrez, así como las propias normas del torneo, y en ningún
artículo se prohibía jugar muerto. Entonces, el otro finalista, Rudenko, un
georgiano de treinta años, ganador indiscutible de las tres ediciones
anteriores, se sentó frente a las negras y esperó a que el cadáver pusiera en
marcha el cronómetro tras el movimiento de apertura. El chiquillo se limitó a
adelantar el peón de rey a e3, ofreciéndole así a su oponente la posibilidad de
asentarse en e5, en todo el centro del campo de batalla, y perdiendo la ligera
ventaja que le proporcionaba jugar con blancas. De hecho, no le importaba nada
que tuviera que ver con la partida en sí, su mente, como le contó seis décadas
después a una enterradora, se hallaba en otra parte, allí mismo pero muy lejos,
en un escenario muy distinto, en un tiempo fuera del tiempo.
Con todas las artes de guerra
totalmente desplegadas, Cameron situó a su reina en una casilla que se volvería
fatalmente vulnerable nueve jugadas más adelante. Rudenko lo apreció demasiado
tarde; cuando su ataque por el flanco derecho se había hecho evidente,
descubrió que podría capturar a la reina blanca en apenas cuatro movimientos y
desvió toda su atención hacia ella. Visceralmente, el niño muerto avanzaba por
pasillos oscuros y llenos de telarañas y gusanos, se iba adentrando sin ser
visto en el mismísimo corazón de su enemigo. Pasaba por delante de centinelas
bien armados como una sombra invisible, ni siquiera el ligero olor a carne
podrida lo delataba. Le bastaron cinco movimientos más para llegar a la cámara
real y toparse con un rey desnudo, solitario y muerto de miedo. “¡¡Mi Reina, Mi
Reina!!”, lloraba el idiota antes de ser abatido.
El forense dictaminó que de haber
contado la organización del torneo con un desfribilador portátil, de esos que
se venden en Internet y que hasta un mono puede usar porque funcionan solos y
son imprescindibles en todos los sitios donde se reúna un gran número de
personas, como colegios, conciertos, partidos de fútbol y cosas así, de haber
contado con ese aparato que a lo mejor cuesta unos cincuenta euros, el
georgiano Rudenko no habría vuelto a casa dentro de un ataúd.
Cameron siguió jugando al ajedrez y
ganando torneos como niño muerto, si bien, su padre se inventó el término “niño
autista” para explicar al extraño ser que habitaba a su hijo. Muchos años
después, cuando se quedó huérfano, una enfermera le contaba cuentos del
Mejillón de Pantano, que sabe buscarse la vida, leré.
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