sábado, 21 de enero de 2017

A DEAD CHILD PRODIGY

  Decían que Cameron era un niño prodigio porque a los tres años aprendió a jugar al ajedrez y con cuatro ya le ganaba a su padre. También decían que estaba tarado porque poco antes de cumplir nueve, dejó de hablar como la personas. Así mismo, empezó a desplazarse igual que un caballo y a veces se quedaba quieto y endurecido como una torre o se aligeraba diagonalmente con la agilidad de un alfil o avanzaba despacio con pasos de peón o era la reina del tablero; pero solo se sentía rey por las noches, cuando la constante amenaza del entorno se disipaba con la luz. Entonces, encendía su Play Station Portable o PSP y se dedicaba durante horas a jugar a los marcianitos, a abrir la caja de los dinosaurios e instalarse directamente en el cretácico o a colocar treinta o cuarenta piezas en ese puzzle de cinco mil que nunca llegó a completar…, en fin, cosas que hacen los niños cuando tienen tiempo libre y todavía no se han muerto.
  Cameron empezó a morirse en el verano de 2007, poco antes de su noveno cumpleaños.
  Su padre, gran aficionado al ajedrez, le apuntó a un torneo que se celebraba anualmente en el condado costero donde veraneaban. Si embargo, a pesar de su gran pericia estratégica, a Cameron le gustaba tanto el ajedrez como a su madre, quien en realidad lo odiaba. Veía en él lo peor de lo peor de la raza humana, desde el canibalismo (“comerse” al enemigo) a la política de tierra quemada. Alguna vez accedió a las súplicas de su marido y jugó con él alguna que otra partida, pero nunca lograba acabarlas, al cuarto o quinto movimiento de ataque contrario, se rendía presa de una ansiedad que la obligaba a tomarse un kilo de diazepanes como si mañana no tuviera que levantarse a las seis para ir al trabajo. Aparte de eso, era rara la noche en que su marido no se quedaba levantado analizando partidas y jugando on line con seres solitarios y oscuros que aborrecían la luz del sol. Dormía sola por culpa del ajedrez y ahora, también su hijo la abandonaba. Por indicaciones de los propios educadores del colegio donde estudiaba, y por insistencia del padre, el niño empezó a dedicar las tardes a entrenarse. Los paseos campestres de la merienda que solía dar con la madre fueron sustituidos por un profesor particular de ajedrez y por su participación en numerosas partidas que se celebraban en el seno de un club en el que fue inscrito por el padre sin preguntarle siquiera si le apetecía.
  En aquel torneo veraniego siempre participaban más de cinco maestros de nivel planetario, así que el hecho de que un niño de ocho años llegase a la final atrajo la atención de los medios y de un público que se había ido apartando del evento porque siempre ganaban los mismos. La expectación alcanzó las primeras planas de los periódicos y los minutos más vistos de los telediarios. Antes de poner en marcha el cronómetro doble para disputar esa última partida, Cameron ya era un héroe nacional, pero también, un niño muerto.
  Falleció a lo largo de la tercera partida del torneo, concretamente en el movimiento número 11. Jugaba contra un muchacho estadounidense de Kentucky de veintidós años que poseía una ELO superior a 2500 y el título vitalicio de Maestro Nacional.  Pues ya está, el americano llevaba más de quinientas partidas seguidas manteniendo esa puntuación y se concentraba tanto en sí mismo, en su propia concentración, durante los enfrentamientos, que ni siquiera le llamó la atención la corta edad de la persona que tenía enfrente. Intentó aprovechar la ventaja de las blancas con un ataque de distracción por el centro que Cameron advirtió desde la primera jugada. Conforme adivinada las torcidas intenciones del kentuckeño, iba componiendo manchas de sangre sobre el tablero. Veinte o treinta años después de muerto, le contó a una enfermera cómo empezó a urdir atroces venganzas contra el rey blanco hacia el movimiento número once de la partida, así, en cuanto conquistase la fortaleza, en cuanto dejase al rey sin defensa posible, o en cuanto éste decidiese rendirse y suplicar clemencia, lo ataría al propio trono y le sacaría los ojos con un alfil, después se lo iría comiendo vivo bocado a bocado. El principal error del americano fue levantar la vista del tablero y mirar directamente a su oponente. Fue entonces cuando reparó no solo en que se trataba de un niño, además, percibió algo que le llenó de inquietud, nerviosismo y distracción, el puñetero crío no miraba a las piezas para moverlas, le miraba a él, a los ojos, sin pestañear, sin sonreír, sin respirar, como un autómata o como un cadáver cuyo objetivo principal en la muerte fuese joderle vivo. Se rindió tres movimientos más tarde, y justo después de tumbar a su rey, Cameron lo cogió y se lo llevó en un bolsillo. Nadie sabe lo que hizo con él, ni siquiera la enfermera a la que veinte o treinta años después le contó el incidente, pero el de Kentucky, a quien todavía le quedaban dos partidas por disputar, volvió a Estados Unidos esa misma noche y desde entonces dicen que no ha salido de su dormitorio. 
  Quizá, si el torneo hubiera contado con un desfibrilador portátil, Cameron no habría jugado la final estando muerto. Los organizadores intentaron llevárselo directamente al tanatorio, pero ni él ni su padre lo consintieron. Estudiaron el reglamento de la Federación Internacional de Ajedrez, así como las propias normas del torneo, y en ningún artículo se prohibía jugar muerto. Entonces, el otro finalista, Rudenko, un georgiano de treinta años, ganador indiscutible de las tres ediciones anteriores, se sentó frente a las negras y esperó a que el cadáver pusiera en marcha el cronómetro tras el movimiento de apertura. El chiquillo se limitó a adelantar el peón de rey a e3, ofreciéndole así a su oponente la posibilidad de asentarse en e5, en todo el centro del campo de batalla, y perdiendo la ligera ventaja que le proporcionaba jugar con blancas. De hecho, no le importaba nada que tuviera que ver con la partida en sí, su mente, como le contó seis décadas después a una enterradora, se hallaba en otra parte, allí mismo pero muy lejos, en un escenario muy distinto, en un tiempo fuera del tiempo.
  Con todas las artes de guerra totalmente desplegadas, Cameron situó a su reina en una casilla que se volvería fatalmente vulnerable nueve jugadas más adelante. Rudenko lo apreció demasiado tarde; cuando su ataque por el flanco derecho se había hecho evidente, descubrió que podría capturar a la reina blanca en apenas cuatro movimientos y desvió toda su atención hacia ella. Visceralmente, el niño muerto avanzaba por pasillos oscuros y llenos de telarañas y gusanos, se iba adentrando sin ser visto en el mismísimo corazón de su enemigo. Pasaba por delante de centinelas bien armados como una sombra invisible, ni siquiera el ligero olor a carne podrida lo delataba. Le bastaron cinco movimientos más para llegar a la cámara real y toparse con un rey desnudo, solitario y muerto de miedo. “¡¡Mi Reina, Mi Reina!!”, lloraba el idiota antes de ser abatido.
  El forense dictaminó que de haber contado la organización del torneo con un desfribilador portátil, de esos que se venden en Internet y que hasta un mono puede usar porque funcionan solos y son imprescindibles en todos los sitios donde se reúna un gran número de personas, como colegios, conciertos, partidos de fútbol y cosas así, de haber contado con ese aparato que a lo mejor cuesta unos cincuenta euros, el georgiano Rudenko no habría vuelto a casa dentro de un ataúd.
  Cameron siguió jugando al ajedrez y ganando torneos como niño muerto, si bien, su padre se inventó el término “niño autista” para explicar al extraño ser que habitaba a su hijo. Muchos años después, cuando se quedó huérfano, una enfermera le contaba cuentos del Mejillón de Pantano, que sabe buscarse la vida, leré.

Caracol Romera.





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