Mientras el monstruo rugía en otra
parte de la casa, comprendió que solo había una forma de esquivar el
sufrimiento y el miedo. Ya no bastaba con cubrirse la cabeza y taparse los
oídos con almohadas y dedos, cerrar la puerta del dormitorio y abrir la ventana
incluso en invierno para que el escándalo urbano disimulase los gruñidos,
porque éstos parecían proceder ahora de su propia conciencia. Llevaba años
oyéndolos y había llegado a considerarlos como algo normal y corriente, sin
embargo, eso no los hacía menos desagradables. Desde fuera, se instalaban
dentro y le impedían dormir, incluso, muchas veces, le impedían ser él mismo.
Era como si a fuerza de escucharlos los hubiera ido incorporando a su propia
naturaleza, de tal modo que, en el colegio, de vez en cuando, el monstruo le
salía por la boca sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.
Una mañana por ejemplo, como todas
las mañanas, se estaba quedando profundamente dormido a segunda hora y su
compañero de pupitre, a fin de librarlo de otra regañera del maestro, le
propinó un pequeño codazo entre las costillas. En ese momento, él ya estaba
sobrevolando una casa rodeada por un jardín lleno de flores amarillas, según le
contó poco después al director del colegio, y el codazo lo oscureció todo y fue
como caer en picado desde una gran altura y estampanarse brutalmente contra el asfalto.
Abrió los ojos sin recordar dónde se encontraba, se incorporó sobre el libro
abierto y le lanzó el puño en piña a su compañero. Dentro del puño había un
lápiz recién afilado.
Se calificó el incidente como muy
grave, merecedor de sanción y de llamada urgente a los progenitores. Una hora
más tarde, su madre fue a recogerlo con lágrimas de vergüenza y culpabilidad.
Camino a casa, el niño también lloró, durante varias estaciones, mientras repetía sin cesar que había sido un accidente. Pero, ¿de verdad había sido un accidente? De pronto, como si hablara otro, le gritó textualmente que estaba hasta los cojones de tanta mierda y que ella era una furcia ignorante que no tenía ni puta idea de lo que significaba ser madre. Luego siguió llorando pero a navaja.
Camino a casa, el niño también lloró, durante varias estaciones, mientras repetía sin cesar que había sido un accidente. Pero, ¿de verdad había sido un accidente? De pronto, como si hablara otro, le gritó textualmente que estaba hasta los cojones de tanta mierda y que ella era una furcia ignorante que no tenía ni puta idea de lo que significaba ser madre. Luego siguió llorando pero a navaja.
Y fue esa noche cuando descubrió el
único método infalible para escapar de los gritos. Pensó, los niños muertos no
duermen, no sufren, no oyen, no juegan ni sienten necesidad de jugar, no temen
machacarle la cabeza al monstruo, por ejemplo, con un destornillador.
Caracol Romera.
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