El momento del patio es sagrado. Eso lo tenemos
claro toda la muchachada que apuramos hasta el último segundo jugando a
cualquier cosa que se nos ocurra como si nuestra existencia dependiese de esos
exiguos minutos de libertad que poseemos antes de tener que volver a clase. Lo
tenemos claro todos menos Andrés, el niño muerto.
Andrés era mi muy mejor amigo hasta que murió.
A partir de ese día comenzó a encerrarse en si mismo y preferir la soledad
sobre todas las cosas hasta que ocurrió lo inevitable; su soledad se hizo
crónica.
¿A qué dedica el niño muerto la escasa media
hora que tenemos de recreo?. Da vueltas al patio mientras cuenta sin parar.
“Mil ciento uno, mil ciento dos, mil ciento
tres…”
―¿Qué haces? ―le pregunté, intrigado.
―Cuento ―me contestó, sin tan siquiera
mirarme.
“Mil ciento seis, mil ciento siete, mil ciento
ocho…”
―Eso ya lo veo. Lo que quería decir es por qué
lo haces.
―Quiero llegar hasta el número gúgol.
―¿Qué mierda de número es ése?
―El número gúgol es un uno seguido de cien
ceros.
―¡Ah!. Pues me parece que vas a tardar un
huevo y medio.
―No me importa.
Me largué de allí, me entró miedo de que la
estupidez fuera una enfermedad contagiosa.
Fueron pasando los días y aquella monótona
cantinela acabó haciendo mella en nuestros infantiles cerebros. Cada vez que la
órbita del satélite niño muerto, antes conocido como Andrés, se acercaba a
alguno de nosotros, inmediatamente se nos quitaban las ganas de jugar a nada.
El aburrimiento amenazaba con adueñarse del patio despojando al recreo de todo
su sentido. Si la situación continuara así, acabarían por resquebrajarse los
cimientos mismos en los que hemos basado nuestra civilización occidental.
“Seis mil cuatrocientos cinco, seis mil
cuatrocientos seis, seis mil cuatrocientos siete…”
―¡Joder, este tipo es un puto coñazo!.
―¡Y qué lo digas, Vasco!.
El Vasco, como habréis imaginado, era vasco. Estaba
en posesión de las manos más grandes de toda la escuela que, cuando jugaba al
frontón, utilizaba para reventar las pelotas contra la pared.
―Le voy a pedir que pare ―dijo el Vasco,
mientras se arremangaba.
Se acercó al niño muerto y le arreó un
collejón de “toma pan y moja que es salsa de melón, chúpate el dedo que has
tocao natillas”, al tiempo que le gritaba: “¡Calla ya, tontolaba!".
Andrés cayó al suelo y allí se quedó quieto,
inmóvil, petrificado.
―¡Ostias, Vasco!¡Lo has matao!
―¡No seas necio! ¿Cómo le voy a matar si ya
estaba muerto?.
Después de un rato dándole patadas para
verificar en que punto de la existencia se encontraba, Andrés se incorporó
lentamente, como si regresara de un mal sueño.
Cuando abrió los ojos, en lugar de las vacías
cuencas que lucía últimamente, sus ojos volvían a tener el intenso color ámbar que antaño
me había enamorado.
―¡Andrés, estás vivo! ―exclamé, mientras le
abrazaba.
―Sí, y es una sensación muy extraña. Es como
volver de un lugar muy lejano. Yo diría que tengo una especie de “jet lag”.
―¡Esto es un milagro de libro!.
―No le des más vueltas ―dijo, mientras
terminaba de levantarse. ¿Jugamos un partido?.
―¿No prefieres seguir contando?
―Ya no. Vamos a jugar.
Por desgracia, al día siguiente descubrimos lo
difícil que es que los milagros perduren en el tiempo. En cuanto Andrés piso el
patio, se volvió a morir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario