Desde que me casé, el sueño de mi
vida era comprarme una casa más grande y polifacética, de hecho, una casa
enorme, un edificio por ejemplo, donde envejecer en armonía con el Universo y
con Hacienda junto a mi esposa, mis hijos y las familias que éstos fuesen
formando.
Obviamente, el tamaño de la vivienda
dependería del número de hijos que trajéramos al mundo, un imponderable difícil
de predecir cuando solo tienes veinticinco años. Así mismo, el número de vástagos
dependería de nuestros ingresos. Ni mi trabajo como técnico de antenas ni el de
mi esposa como esteticista nos permitían ahorrar demasiado ni imaginar por el
momento futuros posibles.
Pero lo hacíamos no obstante, ambas
cosas.
Aunque no mucho, como hormiguitas, íbamos
guardando dinero en una cartilla mientras yo soñaba con cunas y pañales, y
ella, con otras maravillas del más allá, como viajes a China o a Chile y una
borrachera en Gijón. Estos últimos eran sueños compartidos, que solo ocurrían
cuando al mismo tiempo los dos ejercíamos nuestro derecho a soñar, casi siempre
a última hora del día. Entonces, María Dolores se adueñaba del mando a
distancia y sintonizaba canales de viajes y aventuras. Invariablemente, sus
comentarios se parecían mucho a los de la noche anterior:
—Tenemos que visitar Tombuctú.
—¿Te imaginas vivir una semana en ese
tren?.
—Me encantan los cruceros de agua
dulce.
—Algún día recorreremos Roma en una
Vespa.
—Etcétera.
Creyendo quizá que coincidían con los
míos, a menudo cogía mi mano y la apretaba con fuerza para enfatizar la pasión
de sus deseos, pero lo cierto es que, si me contagiaba de ellos, era por pura simpatía,
no por sincera empatía. Donde ella veía mochilas y maletas, yo imaginaba a una
familia con tres o cuatro criaturas ya mayores viviendo en el mismo edificio
que nosotros. Nunca se lo pregunté directamente porque la amaba demasiado como
para hacerla sufrir, sin embargo, estaba claro que a ella no le molaba en
absoluto ser madre.
Fíjate, decía a veces ante la imagen
de unos aventureros en la Patagonia, a ese sitio no se puede ir con niños. O
cuando su suegra, como quien no quiere la cosa, en mitad de una cena, soltaba,
no, si me moriré sin ser abuela, y María Dolores, ni corta ni perezosa,
totalmente satánica, replicaba, pocas personas pueden presumir de tener tanta
suerte.
En cuanto a los viajes en sí, una
anécdota que solía referir mi padre ilustraba muy bien la postura que yo había
heredado sobre los mismos.
Cuando era joven, contaba, los
turistas que llegaban a Motril eran gente muy rara, bichos raros, porque no se
parecían a nosotros ni de lejos, y recuerdo que me quedé muy sorprendido cuando
mi amigo Germán, que por lo visto leía de vez cuando, me contó que los
franceses se pasaban todo el año ahorrando para luego irse de vacaciones.
O sea, por lo menos, once meses, todo
el año como quien dice, currando esclavizado, sin apenas gastar, comiendo lo
mínimo, sin salir de casa, y solo para fundirte toda la pasta en un viaje. Si
te parabas a pensarlo, resultaba no solo absurdo sino incluso frívolo, teniendo
en cuenta que hay cosas mucho más importantes para una persona humana normal y
corriente, como los propios hijos.
El primer viaje que se le ocurrió a
María Dolores fue a San Petersburgo. No habíamos salido nunca de Garrucha desde
que nos instalamos en este maravilloso pueblo de la costa almeriense, ni
siquiera para ir a Madrid, y ella quería meterse nada menos que en Rusia, o
donde quiera que estuviera San Petersburgo, tirando de nuestros primeros
ahorros de cinco años. Pero yo la amaba demasiado y no quería verla sufrir por
mi culpa. Así que hablé con un compañero de trabajo y le supliqué que cambiara
su mes de vacaciones por el mío.
Lo siento, le dije esa noche, qué
putada, Fulanito se ha dado de baja y me obligan a trabajar en Agosto, iremos
el año que viene, te lo prometo. La peluquería cerraba en Agosto y para mi
esposa no había otra época de vacaciones que esa.
Cinco meses después, con la cartilla
un poco más abultada, María Dolores se puso a organizar un recorrido por toda
Europa en autocaravana. Alquilaríamos una autocaravana, la llenaríamos de cosas
necesarias como cervezas y porros y a lo mejor un mapa y nos gastaríamos hasta
el último centavo de nuestros ahorros en combustible, alcohol, drogas y comidas
exóticas. Yo me contagiaba por simpatía e imaginaba el azar de las carreteras
con ella solo por amor. Afortunadamente, a últimos de Julio, ingerí sin querer
un trago de lejía y tuvieron que hospitalizarme durante dieciocho semanas. La
amaba demasiado como para decirle que ni por pienso nos gastaríamos nuestros
ahorros en un estúpido viaje de ir a ninguna parte. Porque, al final, no se
trataba de otra cosa, te desplazas a un sitio por muy lejano que esté, dejas la
cartilla a cero, haces unas cuantas fotos, unas cuantas risas, las cuelgas en
face y vuelves igual que te fuiste pero más pobre. ¿Y para eso te has pasado
todo el puto tiempo esclavizado?.
Una mañana de domingo de mediados de
Noviembre de ese mismo año, desde la cama, la escuché hablar con nuestra vecina
a través del patio. Aurelita le estaba aconsejando que no fuera tonta, que si
tantas ganas tenía de emborracharse en Gijón, que lo hiciera por su cuenta aunque
yo fuese abstemio. Aurelita no era poeta ni nada parecido sino que se dedicaba
a dar por culo todo el rato a todo el que se le pusiera por delante, pero
aquello me sonó a metáfora y me pasé el día entero reflexionando sobre sus
malintencionadas palabras, porque mi esposa le había contestado, “es verdad”.
Por lo tanto, la única solución era
una simple aguja. Algo tan diminuto e insignificante como una puñetera aguja
podría cambiarnos la vida para siempre. Lo confieso, no me avergüenza decirlo,
sentí una erección enorme mientras lo hacía, porque amaba mucho a la futura
madre de mis hijos.
Ivancito nació en Septiembre, y justo
trece mese después, a principios de Octubre, Crisinia, la niña más hermosa y
estampanable que había pasado por Garrucha.
Como no teníamos amigos ni nos
drogábamos, la cartilla, por aquel entonces, daba gusto verla.
Pues ya está, tampoco había que
pasarse, todo era muy caro, si teníamos más hijos, los ahorros nunca serían
suficientes para comprar la vivienda de mis sueños, así que abandoné la
práctica de pinchar condones.
Entonces, dos lustros después, un
miércoles por la tarde, mientras pasaba de camino a casa por la terraza de El
Almejero, pues solo encontré aparcamiento en el puerto, escuché a un viejo
decirle a otro que vendería el edificio por la mitad de su valor porque estaba
hasta los cojones de todo.
"Perdone, intervine, ¿qué edificio?,
si me hace el favor".
Tres plantas, terraza y bajo, por
solo trescientos cuarenta y siete mil euros más la hipoteca.
Me lo enseñó al día siguiente. Era
perfecto. No estaba en muy buen estado pero restaurarlo no costaría más de
veinte mil.
Lo tuve muy claro desde el principio.
En la tercera planta podríamos instalarnos María Dolores y yo, con la terraza
cerca, que sería toda nuestra; en la segunda, Ivancito, por ser primogénito; y
más abajo, en la primera, cerca del suelo, mi Crisinia y su progenie, un chorreo
de nietas y nietos que para verlos no tendría que desplazarme mucho. Eso sí,
había un montón de gatos y una puerta en la planta baja que no se podía abrir.
"No se preocupe, me dijo el viejo,
solo es un adorno, no hay nada detrás".
Aunque la linealidad de la puerta no
coincidiera con la del muro que nos separaba del otro edificio, no le di la
mayor importancia y compré.
Varios días después del notario, un
rumano con oro en los dedos y manos de boxeador me interceptó en plena calle
para exigirme la recuperación de los gatos. Entendí que todos eran suyos y de
unas señoritas que él conocía.
Me pareció bien y fuimos juntos a
recuperarlos. Al poco de entrar en el edificio, sonó el timbre. En la entrada,
un viejecillo asqueroso me preguntó si seguía abierto.
—¿El qué?
—El… nada, —replicó—, perdone, me he
equivocado.
Y se fue.
El rumano parecía conocer la casa a
la perfección. Cuando consiguió meter a los cinco gatos en una jaula para
gatos, le pregunté por aquella puerta, a dónde llevaba.
—No puerta, —contestó—, no hay nada
detrás, solo adorno.
Pues ya está, tampoco había prisa,
Iván y Crisinia todavía eran demasiado jóvenes para casarse y darme nietos. Cuando
empezasen las obras, ordenaría a los albañiles retirar aquel supuesto adorno
que en vez de adornar inquietaba lo más grande y ya está. Ningún motivo de
preocupación a la vista.
Sin embargo, pasados unos días, María
Dolores escuchó una conversación en la sala de espera de la peluquería. Una
mujer le estaba contando a otra que alguien había comprado el puticlub de
Esmeralda. Asoció esta información con el hecho de que en la fachada del
edificio que acabábamos de adquirir podía leerse precisamente ese nombre, Casa
Esmeralda.
—¿Te das cuenta?, —me dijo—, el edificio
era antes un puticlub.
—Y qué importa, cari, ahora viviremos
nosotros.
Pero cuando me metí en la cama, no
podía quitarme aquella puerta de la cabeza. ¿Tenía algo que ver con la
actividad que se desarrollaba en la casa? Desde luego, si había algo detrás,
fuera lo que fuese, era mío.
No pude esperar y por la mañana la
abrí o la desencajé de la pared con la ayuda de un destornillador y unos
alicates. Detrás había un hueco y otra pared, la del vecino, a un metro de
distancia. El hueco se desplazaba hacia la derecha a través de unas escaleras
descendentes. Estaba muy oscuro, encendí la linterna del móvil. La escalera se
interrumpía tres peldaños más abajo. Alguien había bloqueado el acceso al
sótano con una estrecha pared de ladrillos sin repellar. De repente, se me
quitaron las ganas de que aquello también formase parte de mi propiedad. Sería
fácil tapiar el hueco de la puerta y eliminar por completo aquel acceso clausurado
a un posible sótano de los horrores.
Amparado por el gran amor que sentía
hacia mi esposa, y conociendo el miedo que le provocaba todo lo que pareciera
misterioso, intenté ocultárselo, pero ella lo averiguó por sí misma.
"Niños muertos, dijo".
Esa fue su conclusión. Niños que
antes de nacer ya estaban muertos, que habían viajado por media Europa en el
vientre materno para acabar en un sótano sellado, y niños muertos engendrados
por el semen accidental de babosos viejos de Garrucha.
Intenté convencerla de lo contrario,
pero fue imposible.
Entre unas cosas y otras, el lunes 6
de Febrero de 2017, sin despedirse ni anunciarme sus planes, se subió a un
autobús con Iván y Crisinia y se largó seguramente a Motril. Por mi parte,
cuando tuve la certeza de que no se trataba de una inrritación pasajera, sino
de un abandono definitivo y consumado, fui a la ferretería López y compré yeso
blanco, ladrillos, una espuerta, una palustra, una linterna, una libreta, un
bolígrafo y una machota.
Y aquí estoy ahora, respirando aún, a
la espera de formar parte para siempre de esta gran familia de niños muertos.
Caracol Romera.
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