miércoles, 4 de enero de 2017

BRICKS OVER

Desde que me casé, el sueño de mi vida era comprarme una casa más grande y polifacética, de hecho, una casa enorme, un edificio por ejemplo, donde envejecer en armonía con el Universo y con Hacienda junto a mi esposa, mis hijos y las familias que éstos fuesen formando.

Obviamente, el tamaño de la vivienda dependería del número de hijos que trajéramos al mundo, un imponderable difícil de predecir cuando solo tienes veinticinco años. Así mismo, el número de vástagos dependería de nuestros ingresos. Ni mi trabajo como técnico de antenas ni el de mi esposa como esteticista nos permitían ahorrar demasiado ni imaginar por el momento futuros posibles.
Pero lo hacíamos no obstante, ambas cosas.

Aunque no mucho, como hormiguitas, íbamos guardando dinero en una cartilla mientras yo soñaba con cunas y pañales, y ella, con otras maravillas del más allá, como viajes a China o a Chile y una borrachera en Gijón. Estos últimos eran sueños compartidos, que solo ocurrían cuando al mismo tiempo los dos ejercíamos nuestro derecho a soñar, casi siempre a última hora del día. Entonces, María Dolores se adueñaba del mando a distancia y sintonizaba canales de viajes y aventuras. Invariablemente, sus comentarios se parecían mucho a los de la noche anterior:

—Tenemos que visitar Tombuctú.
—¿Te imaginas vivir una semana en ese tren?.
—Me encantan los cruceros de agua dulce.
—Algún día recorreremos Roma en una Vespa.
—Etcétera.

Creyendo quizá que coincidían con los míos, a menudo cogía mi mano y la apretaba con fuerza para enfatizar la pasión de sus deseos, pero lo cierto es que, si me contagiaba de ellos, era por pura simpatía, no por sincera empatía. Donde ella veía mochilas y maletas, yo imaginaba a una familia con tres o cuatro criaturas ya mayores viviendo en el mismo edificio que nosotros. Nunca se lo pregunté directamente porque la amaba demasiado como para hacerla sufrir, sin embargo, estaba claro que a ella no le molaba en absoluto ser madre.

Fíjate, decía a veces ante la imagen de unos aventureros en la Patagonia, a ese sitio no se puede ir con niños. O cuando su suegra, como quien no quiere la cosa, en mitad de una cena, soltaba, no, si me moriré sin ser abuela, y María Dolores, ni corta ni perezosa, totalmente satánica, replicaba, pocas personas pueden presumir de tener tanta suerte.

En cuanto a los viajes en sí, una anécdota que solía referir mi padre ilustraba muy bien la postura que yo había heredado sobre los mismos.

Cuando era joven, contaba, los turistas que llegaban a Motril eran gente muy rara, bichos raros, porque no se parecían a nosotros ni de lejos, y recuerdo que me quedé muy sorprendido cuando mi amigo Germán, que por lo visto leía de vez cuando, me contó que los franceses se pasaban todo el año ahorrando para luego irse de vacaciones.

O sea, por lo menos, once meses, todo el año como quien dice, currando esclavizado, sin apenas gastar, comiendo lo mínimo, sin salir de casa, y solo para fundirte toda la pasta en un viaje. Si te parabas a pensarlo, resultaba no solo absurdo sino incluso frívolo, teniendo en cuenta que hay cosas mucho más importantes para una persona humana normal y corriente, como los propios hijos.  

El primer viaje que se le ocurrió a María Dolores fue a San Petersburgo. No habíamos salido nunca de Garrucha desde que nos instalamos en este maravilloso pueblo de la costa almeriense, ni siquiera para ir a Madrid, y ella quería meterse nada menos que en Rusia, o donde quiera que estuviera San Petersburgo, tirando de nuestros primeros ahorros de cinco años. Pero yo la amaba demasiado y no quería verla sufrir por mi culpa. Así que hablé con un compañero de trabajo y le supliqué que cambiara su mes de vacaciones por el mío.

Lo siento, le dije esa noche, qué putada, Fulanito se ha dado de baja y me obligan a trabajar en Agosto, iremos el año que viene, te lo prometo. La peluquería cerraba en Agosto y para mi esposa no había otra época de vacaciones que esa.

Cinco meses después, con la cartilla un poco más abultada, María Dolores se puso a organizar un recorrido por toda Europa en autocaravana. Alquilaríamos una autocaravana, la llenaríamos de cosas necesarias como cervezas y porros y a lo mejor un mapa y nos gastaríamos hasta el último centavo de nuestros ahorros en combustible, alcohol, drogas y comidas exóticas. Yo me contagiaba por simpatía e imaginaba el azar de las carreteras con ella solo por amor. Afortunadamente, a últimos de Julio, ingerí sin querer un trago de lejía y tuvieron que hospitalizarme durante dieciocho semanas. La amaba demasiado como para decirle que ni por pienso nos gastaríamos nuestros ahorros en un estúpido viaje de ir a ninguna parte. Porque, al final, no se trataba de otra cosa, te desplazas a un sitio por muy lejano que esté, dejas la cartilla a cero, haces unas cuantas fotos, unas cuantas risas, las cuelgas en face y vuelves igual que te fuiste pero más pobre. ¿Y para eso te has pasado todo el puto tiempo esclavizado?.

Una mañana de domingo de mediados de Noviembre de ese mismo año, desde la cama, la escuché hablar con nuestra vecina a través del patio. Aurelita le estaba aconsejando que no fuera tonta, que si tantas ganas tenía de emborracharse en Gijón, que lo hiciera por su cuenta aunque yo fuese abstemio. Aurelita no era poeta ni nada parecido sino que se dedicaba a dar por culo todo el rato a todo el que se le pusiera por delante, pero aquello me sonó a metáfora y me pasé el día entero reflexionando sobre sus malintencionadas palabras, porque mi esposa le había contestado, “es verdad”.

Por lo tanto, la única solución era una simple aguja. Algo tan diminuto e insignificante como una puñetera aguja podría cambiarnos la vida para siempre. Lo confieso, no me avergüenza decirlo, sentí una erección enorme mientras lo hacía, porque amaba mucho a la futura madre de mis hijos.

Ivancito nació en Septiembre, y justo trece mese después, a principios de Octubre, Crisinia, la niña más hermosa y estampanable que había pasado por Garrucha.
Como no teníamos amigos ni nos drogábamos, la cartilla, por aquel entonces, daba gusto verla.
Pues ya está, tampoco había que pasarse, todo era muy caro, si teníamos más hijos, los ahorros nunca serían suficientes para comprar la vivienda de mis sueños, así que abandoné la práctica de pinchar condones.  

Entonces, dos lustros después, un miércoles por la tarde, mientras pasaba de camino a casa por la terraza de El Almejero, pues solo encontré aparcamiento en el puerto, escuché a un viejo decirle a otro que vendería el edificio por la mitad de su valor porque estaba hasta los cojones de todo.

"Perdone, intervine, ¿qué edificio?, si me hace el favor".
Tres plantas, terraza y bajo, por solo trescientos cuarenta y siete mil euros más la hipoteca.

Me lo enseñó al día siguiente. Era perfecto. No estaba en muy buen estado pero restaurarlo no costaría más de veinte mil.
Lo tuve muy claro desde el principio. En la tercera planta podríamos instalarnos María Dolores y yo, con la terraza cerca, que sería toda nuestra; en la segunda, Ivancito, por ser primogénito; y más abajo, en la primera, cerca del suelo, mi Crisinia y su progenie, un chorreo de nietas y nietos que para verlos no tendría que desplazarme mucho. Eso sí, había un montón de gatos y una puerta en la planta baja que no se podía abrir.

"No se preocupe, me dijo el viejo, solo es un adorno, no hay nada detrás".

Aunque la linealidad de la puerta no coincidiera con la del muro que nos separaba del otro edificio, no le di la mayor importancia y compré.

Varios días después del notario, un rumano con oro en los dedos y manos de boxeador me interceptó en plena calle para exigirme la recuperación de los gatos. Entendí que todos eran suyos y de unas señoritas que él conocía.
Me pareció bien y fuimos juntos a recuperarlos. Al poco de entrar en el edificio, sonó el timbre. En la entrada, un viejecillo asqueroso me preguntó si seguía abierto.

—¿El qué?
—El… nada, —replicó—, perdone, me he equivocado.
Y se fue.

El rumano parecía conocer la casa a la perfección. Cuando consiguió meter a los cinco gatos en una jaula para gatos, le pregunté por aquella puerta, a dónde llevaba.

—No puerta, —contestó—, no hay nada detrás, solo adorno. 

Pues ya está, tampoco había prisa, Iván y Crisinia todavía eran demasiado jóvenes para casarse y darme nietos. Cuando empezasen las obras, ordenaría a los albañiles retirar aquel supuesto adorno que en vez de adornar inquietaba lo más grande y ya está. Ningún motivo de preocupación a la vista.

Sin embargo, pasados unos días, María Dolores escuchó una conversación en la sala de espera de la peluquería. Una mujer le estaba contando a otra que alguien había comprado el puticlub de Esmeralda. Asoció esta información con el hecho de que en la fachada del edificio que acabábamos de adquirir podía leerse precisamente ese nombre, Casa Esmeralda.

—¿Te das cuenta?, —me dijo—, el edificio era antes un puticlub.
—Y qué importa, cari, ahora viviremos nosotros.

Pero cuando me metí en la cama, no podía quitarme aquella puerta de la cabeza. ¿Tenía algo que ver con la actividad que se desarrollaba en la casa? Desde luego, si había algo detrás, fuera lo que fuese, era mío.

No pude esperar y por la mañana la abrí o la desencajé de la pared con la ayuda de un destornillador y unos alicates. Detrás había un hueco y otra pared, la del vecino, a un metro de distancia. El hueco se desplazaba hacia la derecha a través de unas escaleras descendentes. Estaba muy oscuro, encendí la linterna del móvil. La escalera se interrumpía tres peldaños más abajo. Alguien había bloqueado el acceso al sótano con una estrecha pared de ladrillos sin repellar. De repente, se me quitaron las ganas de que aquello también formase parte de mi propiedad. Sería fácil tapiar el hueco de la puerta y eliminar por completo aquel acceso clausurado a un posible sótano de los horrores.

Amparado por el gran amor que sentía hacia mi esposa, y conociendo el miedo que le provocaba todo lo que pareciera misterioso, intenté ocultárselo, pero ella lo averiguó por sí misma.

"Niños muertos, dijo".

Esa fue su conclusión. Niños que antes de nacer ya estaban muertos, que habían viajado por media Europa en el vientre materno para acabar en un sótano sellado, y niños muertos engendrados por el semen accidental de babosos viejos de Garrucha.
Intenté convencerla de lo contrario, pero fue imposible.

Entre unas cosas y otras, el lunes 6 de Febrero de 2017, sin despedirse ni anunciarme sus planes, se subió a un autobús con Iván y Crisinia y se largó seguramente a Motril. Por mi parte, cuando tuve la certeza de que no se trataba de una inrritación pasajera, sino de un abandono definitivo y consumado, fui a la ferretería López y compré yeso blanco, ladrillos, una espuerta, una palustra, una linterna, una libreta, un bolígrafo y una machota.

Y aquí estoy ahora, respirando aún, a la espera de formar parte para siempre de esta gran familia de niños muertos.

Caracol Romera.





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