¡Y nosotros aceptamos
encantados!
El pueblo se llama Caleruega y está en la
provincia de Burgos. Es el típico lugar en el que no hay gran cosa que hacer,
salvo asalvajarse.
Nada más bajar del autocar, lo primero que
hacemos es quedar con la pandilla en el río. Hacemos dos bandos, nos colocamos
cada uno en una orilla y nos tiramos piedras. La contienda finaliza cuando
alguno de los descalabrados pide que le llevemos a casa. Por la noche quedamos para
hacer recuento de cicatrices y así afianzamos los vínculos de la amistad.
Mi abuela se llama Cándida y, aunque en su
rostro parece tener aglutinados todos los años de la comarca, se mueve como si
no tuviera más de sesenta y tres. En su juventud fue la partera del pueblo. Se
daba tanta maña en traer críos al mundo como en tenerlos ella misma. Me han
contado que, más de una vez, algún vecino tuvo que devolverle alguna criatura
que se le había caído sin que se diera cuenta.
―¡Cándida! ¡A ver si vas con más cuidado! ¡Te
ha nacido una muchacha en la plaza y ni te has enterado!
―¡Ay, Señor! Va una con tantas prisas para
hacer las cosas. Gracias y que Dios se lo pague.
La casa de mi abuela es grande que te cagas.
Cuando jugamos al escondite, tardamos horas en encontrarnos. A veces, ya sea
por aburrimiento o porque nos entra el hambre, nos afanamos en gritar donde
estamos escondidos para acabar lo antes posible.
Una noche, después de cenar como si no hubiera
un mañana, mi hermano se me acercó con cara de ir a revelarme un secreto.
―¿Quieres conocer a nuestro tío Caín, “el
tonto del bote”?
Que yo recordara ninguno de mis tíos se
llamaba Caín y eso que entre todas mis tías y mis tíos tenían prácticamente
copado todo el santoral.
―¡Desde luego! ¿Dónde está?
―No se lo puedes contar a nadie. ¡Promételo!
―¡Claro, hombre! ¡Palabra de hermano!.
―Vamos arriba. Vas a flipar.
Subimos corriendo las escaleras y llegamos
hasta un cuarto en el que yo jamás había entrado. Al fondo, presidiendo toda la
estancia había una gran alacena. Nos acercamos y mi hermano abrió lentamente
las puertas. Palpó, buscando un interruptor y el fluorescente tardó tres
latidos en encenderse. En el primero, apenas distinguí nada, en el segundo, no
creí lo que estaba viendo y en el tercero, mi culo se cayó al suelo.
―¿Qué te parece? ¿Es, o no es, el tonto del
bote?.
Allí estaba yo, con los ojos como platos
soperos, mirando un enorme frasco en el que dentro, flotando en un extraño
líquido, se encontraba el cuerpo de un niño pequeño.
―¿Cuándo lo descubriste?
―Hace un par de días. De casualidad.
―¿Y cómo sabes su nombre?
―Lo pone en la tapa junto al día de su
nacimiento y el de su muerte. Tenía cuatro años cuando ocurrió.
―¡Joder, pero esto es raro de cojones!. La
abuela debía…o debe estar como una puta cabra.
―¡Qué va! Esto antiguamente lo hacía todo el
mundo.
Me fui a mi cuarto con una extraña sensación.
¿Sería cierto que en todas las casas del pueblo había niños muertos dentro de unos
jodidos botes?.
Aún estaba dándole vueltas cuando escuché unas
pisadas. La puerta se abrió y allí estaba él. A sus pies se estaba formando un pequeño
charco. El sonido que hacían sus dedos al chapotear en el agua me estaba
poniendo de los nervios.
―Yo no era tonto, sólo era tímido ―dijo, casi
en un susurro.
―Lo sé. Por favor, vuelve a tu frasco porque
me estás dando miedo.
―Lo sé. Creo que fue por eso por lo que me
mataron.
―No te preocupes. Ahora es un poco tarde.
Mañana hablaremos.
Han pasado varios días y mi tío Caín ya no me
da miedo. Tiene un poco de carácter, eso sí, pero yo estoy bregado en mil
batallas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario