lunes, 30 de enero de 2017

DO YOU HEAR THAT, DEAD CHILD?

  Escucho llorar a mis padres. Mi madre llora desconsoladamente. Mi padre, casi en silencio.

  Me resulta extraño sentir a mi padre tan abatido, una persona a la que nunca vi expresar algo parecido a una emoción que pudiera significar lo que él creía era una debilidad pero supongo que hasta para el hombre más duro, es muy difícil digerir que tu único hijo ha muerto o, al menos, eso he oído que el médico decía de mí.

  Yo no creo estar muerto. Es cierto que no puede moverme, que hace ya un rato que no consigo emitir ni un solo sonido y que me han tumbado en un ataúd pero, sin embargo, puedo escuchar con claridad todo lo que sucede a mi alrededor.
  Escucho a la gente del pueblo que ha venido a acompañarnos. Escucho sus palabras de pésame y también sus cuchicheos: “Pobre familia, desde que perdieron las tierras no les han ocurrido más que desgracias y ahora esto”.
Entre el bullicio me parece escuchar a Antonio, mi mejor amigo, disculpándose por haberme llevado a jugar a los acantilados y a Luisa, mi tía favorita, contestando que nadie tenía la culpa, que la tragedia puede estar acechando en cualquier rincón.
  Escucho la monótona letanía del padre Juan. Habla de mí como si me conociera cuando, en realidad, yo huía de él como de la peste. No se cansaba de repetirme que él podía salvar mi alma pero llegó un momento que no soportaba ni su olor ni su presencia. Espero que se calle pronto porque ya hasta su voz me está pareciendo repulsiva.
  Escucho ahora hablar a don Matías, el maestro: "Era un gran muchacho, muy inteligente y con mucho potencial. Habría llegado lejos, sólo le faltaba atender más en clase y escuchar lo que quería enseñarle pero su cabeza siempre estaba en las nubes".
  ¡Qué ironía!, pienso. Ahora lo escucho todo. Escucho las pisadas de los que comienzan a marcharse, escucho el viento que gime lastimero entre los árboles y escucho las primeras gotas de lluvia que amenazan con deslucir la ceremonia. Puedo escuchar, incluso, a los ratoncillos del desván royendo mi caja. Me alegro que hayan venido, seguramente me echaban de menos.
  Cuando escuché caer la primera palada de tierra, sentí miedo. Le siguieron muchas más. Cada vez que la arena golpeaba el ataúd era como estar dentro de una ola de un mar enfurecido. La madera comenzó a crujir y el ruido se convirtió en un aguijón que taladraba mi cabeza. El miedo se convirtió en pánico. Chillé en silencio una y otra vez pero ni una sola palabra conseguí sacar de mi garganta. Desesperado, pensé en todas las cosas que alguna vez quise haber dicho y nunca me atreví a decir hasta que, por fin, logré convertir mi angustia en un grito aterrador: "¡Estoy vivo!".
  No podía tener la seguridad de que alguien me hubiera escuchado. Unos segundos después oí como alguien se acercaba. Volví a gritar con todas mis fuerzas: "¡Estoy aquí!¡Estoy vivo!.
  Una voz grave me contestó: "Buenos días, soy el encargado del cementerio. No, chaval, tú no estás vivo. Lo que estás es mal enterrado".
Escuché como se alejaba y como le echaba la bronca a otro hombre. Éste, refunfuñando, llegó hasta la tumba y continuó echando tierra durante un tiempo que me pareció interminable.
  Aquel tipo debía tener razón. Ahora ya no escucho nada.

The Nuevo.


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