domingo, 29 de enero de 2017

DEAD CHILD TRIP

  Si ahora mismo fueran las ocho de la mañana, Sandra estaría saliendo de casa para no volver. Pero solo son las diez de la noche, así que acaba de acostarse y empieza a pensárselo. Una barra entera de pan y una tripa de mortadela sin abrir, el bidón de la bici lleno de agua por si no encontrase fuentes, un pequeño paraguas por si llueve. Una eternidad de supervivencia en la mochila. Y sus piernas: caminar campo a través, llegar a otra ciudad, buscarse un empleo. En su cabecita va trazando los sucesivos pasos de la escapada con extrema minuciosidad y exactitud. Sabe que su padre la despertará a las siete y media, sabe que nunca nadie le revisa el material escolar, sabe que desde que cumplió once, va sola al colegio, situado justo enfrente de la casa. Piensa que esto puede ser un problema, porque a veces a su madre le gusta mandarle un saludo de despedida desde el balcón. Con los ojos cerrados visualiza la escena: entrar en el colegio ante la mirada materna, esconderse tras el tronco del ficus, esperar a que el balcón se quede vacío, volver a la calle, cruzarla en sentido contrario como si hubiera olvidado algo en su dormitorio, acercarse a la puerta, no abrirla aunque esté abierta ni tocar el interfono, desplazarse bajo los aleros, desplazarse bien arrinconada bajo los aleros, pegada a las fachadas, y huir. Un rato antes, mientras su madre se acicalaba en el cuarto de baño y su padre se fumaba un pito en face, habría sacado todos los libros, libretas y lápices de la mochila y en su lugar habría guardado el pan, la mortadela, el bidón de la bici y tal vez una linterna. 
  A vista de pájaro, el plan le parece perfecto, siempre y cuando no la busquen. Nota un entumecimiento en el brazo derecho y se gira. Padres, abuelos, profes y policía pudieran pensar que la han secuestrado. Medita mucho sobre esta posibilidad, se pregunta qué tendría que hacer para evitar que la busquen o, a las malas, que la encuentren. Lo primero, cambiarse el nombre, concluye, agenciarse uno completamente distinto al suyo, por ejemplo, Antonio, un nombre tan ridículo como cualquier otro. Esto le recuerda que todavía no ha pensado en la ropa. Si desde mañana se llamara Antonio, necesitaría una indumentaria de chico. Su hermano, aunque sea mayor que ella, tiene su misma talla, así que no le queda más remedio que meter también en la mochila algunas prendas de Ovidio, e imagina que con unos pantalones, una camiseta y un jersey bastará. Además, ¿qué tal si dejase una nota de despedida para que nadie se asuste ni intente encontrarla? Querida madre y querido padre, redacta mentalmente, no estoy secuestrada, no me busquéis. Ahora bien, ¿dónde dejarla para que no la descubran demasiado pronto? Se le ocurre que lo mejor sería enviarla por correo, pero no sabe cómo se envían cosas por correo, así que dedica los siguientes diez minutos a proponerse sitios para depositar la nota. Lo ideal sería que sus padres la leyeran pasado mañana, domingo, entonces, el escondite más adecuado sería una prenda dominical, como la chaqueta de ir a misa. Vale, pues ya está, piensa, una cosa menos. Pero, ¿qué hacer con el boletín? Llevárselo es como recordarse a sí misma todo el rato que fracasó en el primer trimestre, y no quiere que sus padres lo sepan. Intuye que registrarán su cuarto en busca de pistas que les ayuden a explicar la huida. Recuerda que cualquier letra que no sea la A supone un fracaso y ella, en este primer trimestre, solo ha obtenido Bes, una B detrás de otra, B, B, B, B, B, B, B, Beeeeeeeeee, como las cabras. Desde ahora, piensa, seré una cabra solitaria y montuna, si no valgo para la A, se dice, tiraré para el monte y nadie podrá reprochármelo. Entonces, sin saber todavía qué hará con el maldito boletín, cierra los ojos e intenta conciliar el sueño, pero no puede, un gran insomnio de nervios la ha ocupado entera, de pies a cabeza, de Este a Oeste, de Sur a Norte, lo siente avanzar por las costillas, en cada músculo de su cuerpo, en el hígado, los riñones, el páncreas, en cada latido, lo percibe como un temblor de párpados y adrenalinas, como si respirase dentro de una burbuja sin aire, como si el mundo estuviera preparándose para aplastarla mañana.
  A las siete y media en punto, su padre entra en el dormitorio entre susurros y palabras dulces, cariño, ya es la hora, la penumbra le impide ver algo más que un bulto bajo las mantas. Sube la persiana, el sol no ha salido aún pero la claridad le muestra un pánico de ojos abiertos. Su hija no está dormida ni despierta, no habla, no mira, no está fría ni caliente ni rígida, sino que empieza a levantarse como si no fuera ella.

Caracol Romera.


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