Si ahora mismo fueran las ocho de la
mañana, Sandra estaría saliendo de casa para no volver. Pero solo son las diez
de la noche, así que acaba de acostarse y empieza a pensárselo. Una barra
entera de pan y una tripa de mortadela sin abrir, el bidón de la bici lleno de
agua por si no encontrase fuentes, un pequeño paraguas por si llueve. Una
eternidad de supervivencia en la mochila. Y sus piernas: caminar campo a través,
llegar a otra ciudad, buscarse un empleo. En su cabecita va trazando los sucesivos
pasos de la escapada con extrema minuciosidad y exactitud. Sabe que su padre la
despertará a las siete y media, sabe que nunca nadie le revisa el material
escolar, sabe que desde que cumplió once, va sola al colegio, situado justo
enfrente de la casa. Piensa que esto puede ser un problema, porque a veces a su
madre le gusta mandarle un saludo de despedida desde el balcón. Con los ojos
cerrados visualiza la escena: entrar en el colegio ante la mirada materna,
esconderse tras el tronco del ficus, esperar a que el balcón se quede vacío,
volver a la calle, cruzarla en sentido contrario como si hubiera olvidado algo en
su dormitorio, acercarse a la puerta, no abrirla aunque esté abierta ni tocar
el interfono, desplazarse bajo los aleros, desplazarse bien arrinconada bajo
los aleros, pegada a las fachadas, y huir. Un rato antes, mientras su madre se
acicalaba en el cuarto de baño y su padre se fumaba un pito en face, habría
sacado todos los libros, libretas y lápices de la mochila y en su lugar habría
guardado el pan, la mortadela, el bidón de la bici y tal vez una linterna.
A
vista de pájaro, el plan le parece perfecto, siempre y cuando no la busquen.
Nota un entumecimiento en el brazo derecho y se gira. Padres, abuelos, profes y
policía pudieran pensar que la han secuestrado. Medita mucho sobre esta
posibilidad, se pregunta qué tendría que hacer para evitar que la busquen o, a
las malas, que la encuentren. Lo primero, cambiarse el nombre, concluye,
agenciarse uno completamente distinto al suyo, por ejemplo, Antonio, un nombre
tan ridículo como cualquier otro. Esto le recuerda que todavía no ha pensado en
la ropa. Si desde mañana se llamara Antonio, necesitaría una indumentaria de
chico. Su hermano, aunque sea mayor que ella, tiene su misma talla, así que no
le queda más remedio que meter también en la mochila algunas prendas de Ovidio,
e imagina que con unos pantalones, una camiseta y un jersey bastará. Además,
¿qué tal si dejase una nota de despedida para que nadie se asuste ni intente
encontrarla? Querida madre y querido padre, redacta mentalmente, no estoy
secuestrada, no me busquéis. Ahora bien, ¿dónde dejarla para que no la
descubran demasiado pronto? Se le ocurre que lo mejor sería enviarla por
correo, pero no sabe cómo se envían cosas por correo, así que dedica los
siguientes diez minutos a proponerse sitios para depositar la nota. Lo ideal
sería que sus padres la leyeran pasado mañana, domingo, entonces, el escondite más
adecuado sería una prenda dominical, como la chaqueta de ir a misa. Vale, pues
ya está, piensa, una cosa menos. Pero, ¿qué hacer con el boletín? Llevárselo es
como recordarse a sí misma todo el rato que fracasó en el primer trimestre, y
no quiere que sus padres lo sepan. Intuye que registrarán su cuarto en busca de
pistas que les ayuden a explicar la huida. Recuerda que cualquier letra que no
sea la A supone un fracaso y ella, en este primer trimestre, solo ha obtenido
Bes, una B detrás de otra, B, B, B, B, B, B, B, Beeeeeeeeee, como las cabras. Desde
ahora, piensa, seré una cabra solitaria y montuna, si no valgo para la A, se
dice, tiraré para el monte y nadie podrá reprochármelo. Entonces, sin saber
todavía qué hará con el maldito boletín, cierra los ojos e intenta conciliar el
sueño, pero no puede, un gran insomnio de nervios la ha ocupado entera, de pies
a cabeza, de Este a Oeste, de Sur a Norte, lo siente avanzar por las costillas,
en cada músculo de su cuerpo, en el hígado, los riñones, el páncreas, en cada
latido, lo percibe como un temblor de párpados y adrenalinas, como si respirase
dentro de una burbuja sin aire, como si el mundo estuviera preparándose para
aplastarla mañana.
A las siete y media en punto, su padre entra en el dormitorio entre susurros y palabras dulces, cariño, ya es la hora, la penumbra le impide ver algo más que un bulto bajo las mantas. Sube la persiana, el sol no ha salido aún pero la claridad le muestra un pánico de ojos abiertos. Su hija no está dormida ni despierta, no habla, no mira, no está fría ni caliente ni rígida, sino que empieza a levantarse como si no fuera ella.
A las siete y media en punto, su padre entra en el dormitorio entre susurros y palabras dulces, cariño, ya es la hora, la penumbra le impide ver algo más que un bulto bajo las mantas. Sube la persiana, el sol no ha salido aún pero la claridad le muestra un pánico de ojos abiertos. Su hija no está dormida ni despierta, no habla, no mira, no está fría ni caliente ni rígida, sino que empieza a levantarse como si no fuera ella.
Caracol Romera.
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