Desde muy pequeño, su madre le obligó a vivir la vida dos
veces.
Como era muy trasto, cada vez que hacía algo que a su madre
no le parecía lo correcto le obligaba a repetir la acción hasta que rectificara
su comportamiento.
—Mamá, quiero la merienda, ¡pero ya!
—Muy bien, Ánder. Ahora, vuelve a entrar y pide las cosas
como es debido.
—¡Pero es que tengo mucha hambre, mamá!
—Me parece estupendo. Cuando entres y pidas las cosas como
deben pedirse, comerás.
Y Ánder, a regañadientes, volvía sobre sus propios pasos y
entraba, de nuevo, en el salón.
Como era bastante tozudo, al segundo intento tampoco lograba
su objetivo. Así ocurrió que hubo tardes en las que estuvo entrando y saliendo más
de treinta veces, ya que ni sus pataletas ni sus lágrimas, hacían flaquear el
ánimo de su madre en su empeño de que el comportamiento de su hijo fuera el
adecuado.
Con el tiempo, el niño asimiló como propia esta forma de
actuar y ya no hizo falta que nadie le obligara. Antes de tomar ninguna
decisión entraba y salía, subía y bajaba, iba por la derecha y por la izquierda
y lo que ya no hacía era tirar por la calle de en medio, es decir, nunca dejaba
nada al azar.
Un día optó por dar un paseo con su bicicleta hasta un
parque cercano, no sin antes haber probado con el monopatín, el patinete, los
patines e, incluso, haber barajado quedarse en casa por si no le apetecía salir
o tenía deberes que hacer o prefería jugar al parchís con su madre.
Nada más llegar al parque, se topó con Dylan José y su
pandilla.
—¡Me mola tu bici! —exclamó Dylan—. ¡Déjamela!.
—Claro, tío —dijo Ánder—, intentando salir del paso.
—¡Aparta, idiota! —bramó Dylan José, empujando a Ánder. El
niño perdió el equilibrio y cayó al suelo. Su cabeza impactó con una piedra y
quedó al borde de la muerte.
Cuando estaba llegando al parque vio que allí se encontraban
Dylan José y su pandilla. Su fama de chulos de barrio les precedía así que
Ánder se bajó de la bici e intentó hacerse el invisible para evitar problemas.
No tuvo suerte y, cuando quiso darse cuenta, ya estaba rodeado por el bravucón
y sus colegas.
—¡Vaya bici guapa! —exclamó Dylan—. ¡Déjame dar una vuelta!.
—De eso nada —replicó Ánder—. No me fio de ti.
—Nos ha salido contestón el media mierda. ¡Te vas a
enterar!.
El matón sacó una navaja del bolsillo y se la clavó en el
costado. Ánder se desplomó. La sangre comenzó a manar copiosamente. Los
chavales salieron corriendo dejando al niño a un paso de la muerte.
Dylan, el más malote de la banda se percató de la treta y se
lanzó en su persecución. El chico era bastante atlético y corría como un gamo
pero Ánder, astutamente, eligió todas las calles cuesta arriba así que, al
final, consiguió sacarle algo de ventaja. Cuando culminó la última, Dylan se
desplomó, agotado. Ánder aprovechó la circunstancia para, de un salto, sentarse
en la barriga del matón que terminó gimiendo de dolor.
—Deberías dejar de fumar, colega —dijo, socarronamente—.
Tengo una idea, voy a echarte una mano.
Saco de su bolsillo una bolsa de caramelos y los metió en la
boca de Dylan José.
—¡Adiós, capullo! —se despidió Ánder—, mientras el fanfarrón
de Dylan escupía caramelos sin parar.
Dejó la bici en el garaje y subió para prepararse un
sándwich o un bocadillo o, quizás, un Donut de chocolate o sin él.
Ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos no
tuve más remedio que intervenir.
—¿Qué parte de “Antología de los niños muertos” no has entendido, muchacho?.
—¿De dónde viene esa voz? ¿Eres Dios?.
—Para ti como si lo fuera. Soy el que está escribiendo esta
historia.
—Mucho gusto. Me encantan sus relatos.
—Entonces sabrás que necesito que en esta narración haya un
niño muerto.
—¿Y por qué tengo que ser yo?. No me apetece ni una mierda.
—Tal vez prefieras que el niño que muera sea tu hermano.
—¿Qué hermano?. No tengo ningún hermano.
—Aún no.
—Pues vale, que muera él, a fin de cuentas ni le conozco.
—Así sea.
Me despedí de Ánder que, después de todo, no parecía muy
contento con el trato. Se sentó en la puerta de su casa hasta que llegó su
madre.
—Ánder, ¿qué haces ahí sentado?. ¿Te encuentras bien?.
—¿Voy a tener un hermano?
La cara de su madre no podía ocultar la sorpresa que la
pregunta de su hijo le había producido.
—Sí, Ánder, —acertó a contestar cuando se repuso—, voy a
tener un bebé. No te lo había dicho todavía porque quería estar segura de que
todo iba a ir bien. ¿Cómo lo has sabido?
El niño agachó la cabeza y no contestó.
—No tienes porqué disgustarte, cariño. Yo voy a seguir
queriéndote igual. Además, estoy segura que serás un hermano mayor formidable.
Aquella noche, Ánder no conseguía conciliar el sueño. El
remordimiento se le estaba clavando en el estómago y el dolor resultaba ser más
intenso que una docena de muertes. Miró hacia arriba y gritó: “¡Quiero cambiar
el trato, por favor!”.
—¿Y qué demonios quieres que pase ahora? —le pregunté.
—Quiero ser yo el que muera y no mi hermano —contestó.
—Es un gesto muy noble por tu parte aunque, he de decirte,
que había cambiado de opinión y no ibais a morir ninguno de los dos.
—¿Ah, no?.
—No. Sólo te pido que dejes de usar tus trucos y dejes que
la vida fluya sin temor a equivocarte. Las equivocaciones nos sirven para
aprender de ellas y convertirnos en mejores personas.
—Gracias, así lo haré.
Ánder se durmió sin preocuparse de si mañana sería el mejor
día de su vida o, quizás, el peor o si, simplemente, llegaría siquiera a
despertarse.
Dylan José escupió todos los caramelos menos el que se quedó
atorado en su garganta. Nadie se acercó a ayudarle. Le tenían miedo. Estar al
borde de la muerte no hizo que cambiara su carácter. Utilizó su último aliento
para jurar que se vengaría de aquel que le había humillado.
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