jueves, 12 de enero de 2017

DEAD CHILD READING

Los verdaderos problemas de H empezaron cuando se le ocurrió llevarse un libro de lectura al colegio. Mucho antes, la catástrofe se inició la misma noche en que descubrió a sus padres entreteniéndose en la cama con unos extraños objetos que no había visto nunca.

Al despertarse, levantarse e ir al cuarto de baño, esperaba que no hubiera ni la más mínima claridad en la casa, no solo lo esperaba, es que no podía ser de otra manera, puesto que tenía la sensación de que era muy tarde, de hecho, ni si quiera se dio cuenta de que la casa no estaba a oscuras hasta que se sentó en la taza del water para orinar. Entonces reparó en que no había encendido la lámpara del pasillo. ¿Por qué no he encendido la lámpara del pasillo?

En cuanto salió del baño, se encaminó hacia la luz. No procedía de la cocina ni del salón ni del mismísimo Dios sino del dormitorio de sus padres. Después de asomarse y verlos sentados en la cama y con las lamparillas de sus respectivas mesitas de noche encendidas, entró preguntándose qué era eso que agarraban.
Ambos levantaron la vista y dedicaron el tiempo que tardó H en acercarse a la cama a esconder esa cosa que miraban tan atentamente una milésima de segundo antes.

—¿Qué hacéis?
—¿Nada?
—¿Qué era eso?
—Nada.
La madre añadió: "vuelve a tu cama, anda".

H obedeció como una máquina programada con el algoritmo de obedecer, sencillamente, dio media vuelta y regresó a su cuarto, sin rechistar lo más mínimo. Volvió a conciliar el sueño en menos de un minuto, pero estaba claro que sus padres habían escondido algo que ella no debía ver. Pues ya está, pensó, en cuanto la casa se quedase vacía, lo buscaría hasta encontrarlo.

Cosa que ocurrió un par de días después por motivos puramente domésticos.
Primero miró bajo las almohadas, luego debajo de la cama, a continuación en los cajones de las mesitas. Un poco desesperada, se detuvo y dio un giro de trescientos sesenta grados muy lentamente observando muebles y estanterías en busca de un posible escondite. Una hora después, solo había encontrado ropa, tortugas y caracoles, y todo eso ya lo conocía de antes. Lo que atisbó en las manos de sus padres aquella noche no se parecía a nada de lo que veía ahora.

Se tumbó en la cama mirando al techo y claro, el altillo, justo encima de la tele. Se subió al último peldaño de la escalera plegable y miró dentro. Solo había cajas de zapatos. Una de ellas se movió ligeramente al abrirse la puerta de tal forma que impedía cerrarla de nuevo. H intentó recolocarla y notó algo extraño al moverla, porque unos zapatos no pesan tanto, ni siquiera unas botas, además, el sitio de los zapatos nunca había sido ese. Entonces, se dijo, ¿qué hay dentro de la caja?

Pesaba por lo menos una tonelada según los cálculos mentales que iba efectuando conforme la bajaba al suelo. La puso encima de la cama y la abrió. Ahí estaba lo que había visto aquella noche. Eran objetos de papel, con dibujos y fotografías, con letras. Solo libros, pero H no conocía esa palabra ni su significado, no sabía lo que era un libro. Sabía leer, pero nunca había visto un libro. Cogió uno al alzar, o tal vez atraída por la ilustración del dragón blanco. Al abrirlo, descubrió que había más letras, pero no se movían al pasarle el dedo por encima, el tacto era muy distinto al del cristal, más áspero pero también más agradable, y olía. Olía muy bien. Era un olor a cosa viva, como el aliento de algo que respira. Casi podía sentir que aquel objeto latía entre sus manos, cómo la llamaba, no hacía falta pulsar una tecla para que las letras aparecieran, las letras eran algo, estaban allí por su cuenta, existían por sí mismas. De modo que cuando devolvió la caja al altillo, ya pesaba un poco menos. Efectivamente, se llevó el dragón blanco a su dormitorio y lo metió en la mochila como si se tratase de un talismán.


Al día siguiente, en el colegio, en clase de matemáticas, mientras se aburría terriblemente porque ya sabía hacer raíces cuadradas y cúbicas y de más formas gracias a su amigo Mateo, recordó lo que había escondido en la mochila y lo cogió y empezó a leer. Pero llegó la hora del descanso y ella no se movió del sitio, sino que permaneció allí dentro, paralizada y abstraída, y en la siguiente hora, tres cuartas de lo mismo, la maestra tuvo que llamar a dirección y dirección, después de un buen rato de agobios y frustraciones, llamó a los padres y luego a la policía, y aquello fue una especie de sindios porque no hubo forma de quitarle el libro a la criatura.

Caracol Romera.



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