lunes, 23 de enero de 2017

SAND DEAD CHILD

  Mis amigos me enterraron sin mala intención. Incluso yo les ayudé con el agujero. Todos disponíamos de palas de puro plástico y nuestras madres charlaban a la sombra de las sombrillas. La arena, del color de las nubes, era fácil de mover, no estaba apelmazada como en esas playas amarillas sobre las que parece haber pasado una apisonadora.
  Creo que era Noviembre, pero el agua seguía tan templada que nos pasamos tres horas sin salir de las olas. De hecho, si lo hicimos fue porque nuestras madres habían preparado el almuerzo y alegremente nos amenazaron con un castigo terrible: no volver a bañarnos en lo que quedaba de día. Pues ya está, a pesar del enfado, debo reconocer que la paella estaba exquisita. Todos quisimos un poco más y nos zampamos dos platos en apenas cinco minutos porque, ante todo, deseábamos volver al agua y continuar con el juego del tiburón comeniños a la mayor brevedad posible.
  Aunque nos veíamos a diario en el colegio, en el comedor y en las actividades extraescolares, lo cierto es nunca habíamos tenido ocasión de entretenernos y disfrutarnos durante tanto rato. Aquel juego era tan divertido y nosotros, tan estampanables, que no nos hubiera importado pasar lo que quedaba de día sin comer. Estábamos tan concentrados en evitar que el tiburón nos pillara, o, el tiburón, en pillarnos, que la idea de interrumpirlo para hacer algo tan estúpido e innecesario como alimentarse nos pareció a la mayoría una gilipollez y una injusticia. El único que lo asumió sin protestar fue el Antoñillo, el más flaco del grupo, el que siempre tiritaba de frío con solo pensar en bañarse. Para colmo, le tocó ser el tiburón, con lo cual se pasaba más tiempo que el resto en remojo. Fue el primero que salió del agua y el último en comerse el segundo plato de arroz.
  En cambio, yo protesté mucho, pero no quise llorar, no me molaba que mis amigos me vieran llorar, en el fondo, solo eran compañeros del cole, no eran primos ni hermanos ni perros, sino personillas que iban al mismo colegio que yo. Mi mejor amigo, por ejemplo, no estaba allí, porque su madre no era tan íntima de la mía como para veranear con ella.
  Vale, pensé, soy una persona normal y corriente, pero mi madre me trata como a un mono domesticado, no me pregunta si tengo hambre sino que me obliga a comer, no me pregunta si prefiero seguir jugando sino que me ordena salir inmediatamente del agua y secarme, buscar una sombra, sentarme, ser obediente, etcétera, y debo hacer todo eso al instante y al mismo tiempo, sin más dilación, joder, no podía esperar ni media hora, o verás tú lo que te pasa luego. Entonces, decidí dar todo el por culo posible siendo un mono y comportándome como tal. ¿Acaso los monos, por muy adiestrados que estén, usan cubiertos? Pues yo tampoco. Y desde luego no hablan nunca ni reflexionan sobre las cosas, sino que chillan y no llevan ropa. Me quité el bañador porque los monos no usan bañador para estar en la playa y me comí el arroz a puñados. Mi madre me miraba con ojos de pólvora pero con una expresión de cansancio infinito. Que se joda, pensé, y ahora le voy a quitar esa gamba o langostino o lo que sea al idiota de Raúl, que llora por cualquier tontería. Efectivamente, hubo un revuelo muy gracioso y un montón de castigos que caían como del cielo. Todas las madres se quedaron un poco escandalizadas, precisamente la de Raúl, como para acojonarme subliminalmente, dijo que las cosas que hacemos y decimos siempre tienen consecuencias, y yo me rasqué los huevos como lo haría un mono al que le pican los huevos y no entiende lo que le están diciendo o insinuando por muy adiestrado que esté el hijoputa. Cuantas más madres me odiaran, más feliz me sentía yo. Álvaro era un experto en esto, él me enseñó todo lo que sé sobre joderle la vida a las madres, lástima que la suya estuviera tan loca como para no caerle bien a la mía.
  De todas formas, había que esperar dos horas para bañarse de nuevo, así que el castigo de no bañarse nunca más en la vida que lanzó mi madre resultaba bastante inútil. 
  Había que jugar a algo sin mojarnos y alguien propuso enterrar a alguien. Tenía que ser a mí, y así lo dije y lo exigí mientras Raúl refugiaba un llanto nuevo en los brazos maternos porque había olvidado la puta pala. Le presté la mía y nos pusimos a cavar el agujero, yo, con las manos, lo más lejos posible de las sombrillas a fin de que nadie nos distrajera con idioteces como la crema solar o cosas peores.
  Cuando todo mi cuerpo estaba cubierto de arena salvo la cabeza, dije que yo era un niño muerto y que a los muertos se les entierra enteros. Dejaron un pequeño hueco para respirar pero al cabo de doce o trece minutos ya no me hizo falta. Me sentía muy bien allí dentro, era como estar en otra parte, en otro mundo, o, sencillamente, como no estar. Las cosas pasaban por mi cabeza sin rozarme siquiera.
  No me rozaban los lunes ni los miércoles ni los viernes: cuando, de cuatro a seis, iba a atletismo, porque mi madre fue atleta de joven y le hacía ilusión verme correr; de seis a siete, a violín, en la escuela de música, dale que te pego; de siete a ocho, los deberes diarios y todas las broncas del mundo; de ocho a nueve, ducha y cena y a la puta cama hasta el día siguiente. Tampoco me rozaban los martes ni los jueves, que eran más de lo mismo: según  el calendario extraescolar, de cuatro a cinco, informática, “algo muy útil para cualquier trabajo”, ¿trabajo?; de cinco a siete, pintura creativa y, de siete a nueve, igual que los lunes, los miércoles y los viernes. Luego, los sábados, toda la mañana limpiando la casa y toda la tarde visitando a mi abuela, que vivía en un rincón de su propia memoria donde no había descendencia ni ayeres ni hoys. De vez en cuando, mi madre nos llevaba al cine y a comer palomitas y hamburguesas, y por fin llegaba el domingo, pero los domingos siempre llovía o nevaba o hacía un calor de morirse. Y no olvidemos que a todo esto había que añadir una eternidad diaria en el colegio. De repente, como niño muerto, nada me afectaba.
  Cuando ya no se oía el griterío de mis compañeros, supuse que habían pasado las dos horas y que habían vuelto al agua. Al principio me preocupé un poco, puesto que acababan de abandonarme bajo la arena, pero unos minutos después, cerré los ojos y me dormí profundamente, si es que se puede dormir estando muerto. La relajación muscular y mental de mi cuerpo eran absolutas. Podía jugar a lo que me diera la gana durante el tiempo que me saliera del coño, o podía ir al colegio, a la música, a la informática, a la pintura y al atletismo, incluso al cine y a ver a mi abuela, sin moverme del sitio, y también podía hacerlo todo a la vez. Las eternidades duraban menos que un suspiro.
Me despertaron las voces de las madres gritando mi nombre. Por lo visto, no conseguían encontrar el punto exacto donde había sido enterrada. Entonces, ni me lo pensé, como haría cualquier niño después de morirse, preferí quedarme quieta.


Caracol Romera.






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