viernes, 6 de enero de 2017

DEAD CHILD UNGRY MAMA

Cuando le dije a mi esposa que nuestro hijo estaba muerto, su enfado fue tan terrible y brutal que me retiró la palabra y el saludo y luego me abandonó definitivamente, llevándose al niño consigo.



Se fue al pueblo de sus padres, la capital del Culo del Mundo, a más de seiscientos kilómetros de nuestra casa, o al menos de la que hasta entonces había sido nuestra casa, porque sus intenciones confesadas, gritadas y esculpidas en el aire con saliva y viento eran las de no volver nunca más en la vida. Aparte de eso, antes de irse, no solo me llamó mal padre, sino también mal hombre, mal marido y mala persona. Y añadió, “A partir de ahora, te borro de mi existencia”. Y yo solo había intentado que comprendiera que Jesusito estaba muerto. 

Intuyo que a ella le pasó lo que a esas ranas que mueren hervidas porque no aprecian la lenta y continua elevación de la temperatura del agua. Nuestro hijo no murió de inmediato, sino que lo hizo a lo largo de varios meses. Yo me di cuenta porque me pasaba la mayor parte del tiempo viajando, pero ella vivía continua y constantemente con él, como una rana bañándose en una olla. 

El primer síntoma de muerte lo noté una noche de sábado. Yo acababa de volver de un viaje de siete días y mi esposa preparó una cena especial para tres. Vimos una película de animación llamada Kubo que a nuestro hijo le debía encantar porque salen origamis que se mueven por sí solos gracias a una especie de magia. Todo iba bien hasta que Kubo empezó a luchar con un esqueleto gigante y Jesusito, justo en ese momento, se puso a quitar la mesa. Item más, en vez de llevarse los tres platos a la vez, uno encima del otro, dio tres viajes. Y lo mismo con los tenedores, los cuchillos, las servilletas, los vasos… Para cuando concluyó el trabajo, Kubo, la mona y el samurai cucaracha ya navegaban a bordo de un hermoso velero reconstruido. O sea, que también se perdió la escena clave del barco. Y lo peor es que, mientras recogía la mesa, no se fijaba en la tele, ni siquiera de reojo, ni me escuchaba decirle, hijo mío, déjalo, cuando acabe la peli, la quitamos juntos. Su madre no intervino para nada, le parecía bien, sin duda porque se había ido acostumbrando a ese comportamiento tan raro. Yo sí me preocupé y me dediqué a observarlo con más detenimiento. En pocos días descubrí que el detalle de la mesa no había sido un hecho aislado. 


Al día siguiente me levanté tarde, a eso de las diez y media, y mi esposa también se quedó remoloneando en la cama. Jesusito, ensimismado, estaba terminando de limpiar la casa. Había fregado los platos de la cena, el cuarto de baño entero, había barrido todas las habitaciones, les había quitado el polvo a los muebles y a todas las superficies donde el polvo solía acumularse, y en ese momento le estaba dando con la fregona al suelo del pasillo como si su mente se encontrase en otra parte o más bien en ninguna parte. Volví a meterme en la cama. Le pregunté a mi.



―¿Qué le pasa a Jesusito?
―No sé, ¿qué le pasa?

Se lo conté. Ella, no demasiado sorprendida para mi gusto, le llamó a voces. El niño apareció al instante. Mi esposa le dio un abrazo y un beso muy efusivos, y luego otro abrazo y otro beso igual de efusivos, y después le regaló un ¿quién es el niño más guapo del universo mundo?, que él recibió con la frialdad de un funcionario ante una anodina solicitud de subvención. Me temí lo peor pero no lo exterioricé. Comprendí que mi esposa veía una cosa completamente distinta a la que yo iba percibiendo y me lo tomé con calma. 



Un lunes me levanté a las tres de la madrugada para coger un avión hacia Kuala Lumpur que despegaría a las cinco y media y claro, lo perdí. Encontré a Jesusito en la cocina, sentado justo enfrente de la lavadora apagada, mirándola con suma atención. Lo primero que sentí fue un miedo helado que me penetró hasta los huesos a la manera de los escalofríos. A continuación, el típico miedo racional de cualquier padre ante la posible locura de su hijo. Intenté ser delicado al preguntarle qué cojones estaba haciendo a oscuras, aparte de mirar la lavadora. Nada, respondió él, solo lavo mis pecados para estar limpio cuando lleguéis mamá y tú. La pregunta obligada era a dónde íbamos a llegar su madre y yo, pero preferí no formularla porque estaba claro que se refería a la muerte. Intenté que se acostase de nuevo, incluso lo cogí en brazos para llevarlo yo mismo a su dormitorio, pero fue inútil, sus protestas, llantos y chillidos me obligaron a soltarlo. Me senté a su lado y nos quedamos así hasta que amaneció. De vez en cuando le tocaba la frente y el cuello y solo notaba frialdad y ausencia de latidos. A las ocho en punto, se vistió, se preparó un desayuno y se fue al colegio. 

Antes de comentarlo con mi esposa, quise analizarlo y buscar las palabras más precisas para describir mi turbación. Si el crío nos estaba esperando es porque él ya estaba ahí, en la mismísima muerte. De hecho, relacionando unas cosas con otras, llegué a la conclusión de que en los dos últimos meses, su comportamiento había sido el de un ausente. No conseguí recordar ni una sola sonrisa, ni una sola regañera, ni siquiera un enfado, nada que me hiciera pensar que estaba vivo. Al mismo tiempo, mi esposa se mostraba encantada con un niño así, un puto niño que, antes de dar problemas, quitaba la mesa, limpiaba toda la casa, se duchaba, se lavaba el pelo con champú y los dientes con dentífrico, incluso las orejas, tendía la colada, hacía la cama antes de irse al colegio, no dejaba prendas por el suelo sino que recogía, doblaba y guardaba su ropa, y por las tardes, en vez de jugar, se ponía con los deberes, todo ello sin la más mínima protesta, sin pasión, exhibiendo un automatismo más propio de una máquina o de un cadáver que de una criatura de ocho años. 



Construí varias frases para mi pequeño discurso y me quedé con ésta:

“Mariángeles, ¿no crees que deberíamos llevar a Jesusito al pediatra?, porque me parece que está muerto”. 

Y la cagué por completo. 



Caracol Romera.




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