De hecho, la única diferencia
apreciable entre ellos era que uno estaba muerto. De no ser por ese detalle,
nadie habría podido distinguirlos de ninguna manera.
La desgracia entró en esta casa
cuando mi hijo decidió hacerse amigo del cadáver. A la pregunta de por qué no
había preferido al hermano vivo, respondía con un lenguaje corporal cuya
traducción aproximada sería “ni puta idea”. Pues ya está, entre Ian y Nai, eligió
a Nai, el menor de los gemelos. El mayor nació a su hora, pero Nai permaneció
en el vientre materno nadie sabe cómo durante dos meses más. Fue un caso de
revista científica, un caso único in The history of twins. Los médicos llegaron
a pensar que las ecografías que hicieron durante el embarazo eran erróneas, que
habían captado por error a dos criaturas donde solo había una, y lo
interpretaron como un simple reflejo ecolocalizado. Sin embargo, cuando Ian
nació, el reflejo seguía en la pantalla, con sus piernas, sus brazos, su
cabeza, su pene y sus latidos. Practicaron una cesárea pero solo encontraron
vacío.
Dos meses después, Nai vino al mundo
con aparente buena salud, no le faltaba ni le sobraba ningún dedo, no tenía dos
cabezas ni una oreja en la barriga, le funcionaban las vísceras y respiraba con
normalidad, todo parecía en orden salvo el hecho de estar muerto.
Los dos gemelos coincidieron con mi
hijo en la guardería y luego, en el colegio, pues sus padres vivían en el mismo
barrio que nosotros. Por lo que nos contaban cuidadores y maestros, los tres se
hicieron grandes amigos y siempre estaban juntos jugando a cualquier cosa. Esa
amistad provocó que conociéramos a los padres y que compartiésemos con ellos un
montón de eventos infantiles, como fiestas de cumpleaños, meriendas campestres,
funciones escolares, incluso almuerzos, cenas y algún que otro viaje de
vacaciones. Y siempre tratábamos de hacer como si no ante el extraño no
comportamiento del gemelo muerto. Sus padres no lo mencionaban nunca y nosotros
preferíamos no preguntar aunque nos inquietase tanto y nos mantuviese
constantemente tan en vilo. Demasiado tarde advertí la relación entre la
desgracia y las repetidas visitas de Nai a nuestra casa. Fue a partir de los
siete años cuando mi hijo le escogió a él como mejor amigo, ignorando por
completo al otro.
Hasta ese momento, los tres eran como
una piña, apenas se relacionaban con otros niños y parecían entenderse muy
bien. El único punto discordante era la pasividad absoluta de Nai, cuya
participación se limitaba a observar cómo su hermano y mi hijo interaccionaban
entre sí y con los juguetes, pero también, seguramente, a transmitirles esa
seriedad con la que hacían las cosas, la misma seriedad concentrada y abstraída
que manejan los relojeros y los cirujanos. Sin importar la naturaleza del juego
de turno, ellos lo afrontaban calladamente, sin reír, sonreír ni gritar. Nunca
se hacían daño, nunca se peleaban, nunca jamás tuvimos que regañarles.
Confirmamos definitivamente nuestra
preocupación cuando una noche, a eso de las tres de la madrugada, me desperté
con hambre, encendí la lamparilla y sorprendí a nuestro hijo justo al lado de
la cama. Estaba de pie, despierto, con los ojos abiertos, mirándome desde un
lugar muy lejano con una desconcertante expresión de pánico. Estuve a punto de
estampanarlo allí mismo debido al tremendo susto que me llevé. En vez de eso,
me contuve y le pregunté delicadamente qué coño le pasaba. “¿Una pesadilla quizá?”.
Su respuesta fue:
—Papá, si me muero, ¿me echaréis de
casa?
¿Qué cojones se puede responder a
eso? Me limité a prometerle que él no se iba a morir y a preguntarle por qué
decía esas barbaridades.
—Es que Ian dice que si me muero ya
no podré vivir con vosotros, porque no tengo un hermano gemelo.
—No te vas a morir, pero Ian es
gilipollas, no te preocupes.
—Pero, ¿y si me muero?
—Que no te vas a morir, joder, ¿a
qué viene esa tontería?
—¿Y por qué no me traéis un hermano
gemelo por si me muero?
—A ver, ¿qué te dijo Ian
exactamente?
Mi esposa se despertó y le invitó a
pasar el resto de la noche con nosotros, pero él se negó. Insistí.
—Cuéntame lo de Ian, anda.
—Que si su hermano no lo tuviera a
él como gemelo mayor, estaría en otra parte.
—Cariño, tú no te vas a morir, ya
me encargo yo de eso —reiteró la madre con ahínco.
—Claro que sí.
—Que no.
—Pues yo quiero morirme igual que
Nai.
Me fui a la cocina y me zampé un
yogur griego y un montón de campurrianas, pero en realidad lo único que
masticaba eran maldiciones.
—Mi vida, te prometo que nunca te
alejaremos de nosotros aunque te mueras —escuché que le susurraba mi esposa.
Cuando volví al dormitorio, el niño
ya se había ido al suyo. Obviamente, decidimos por unanimidad interrumpir la
relación con los gemelos. Pero fue imposible llevarla a cabo. Aunque cambiamos
a nuestro hijo de colegio, la influencia de sus amigos era tan poderosa que se
negó a fomentar otras amistades y sus nuevos compañeros lo tomaron como al
bicho raro de la clase, con todo lo que eso significa. De modo que la
separación apenas duró un mes. Parecía inevitable que los gemelos regresasen a
nuestras vidas tarde o temprano, así que, como solución última, visitamos a una
psicóloga que nos aseguró que al niño no le pasaba absolutamente nada, que solo
echaba de menos a un amiguito llamado Nai y que quizá lo único que había que
hacer era recuperarlo. Yo la mandé a tomar por culo para mis adentros, pero a
mi esposa no le pareció del todo mal, pues prefería eso a ver a su hijo triste,
alicaído y lloroso a tiempo completo. Cosa que cambió de inmediato en cuanto le
propuse un fin de semana con ellos en nuestra casa. Le encantó la propuesta,
incluso llegó a sonreír, pero exigió que solo viniera Nai. "O los dos o
ninguno", puntualicé. "Vale", respondió él.
De nada sirvió que también
invitásemos a Ian porque lo orillaron totalmente. El pobre se aburrió tanto que
nunca más volvió. En cambio, desde entonces, tuvimos que aguantar la presencia
de Nai todos los fines de semana. Conforme más tiempo pasaba con nosotros, más
melancólica se mostraba mi esposa. Empezó a sufrir episodios de agorafobia,
taquicardias, anorexias, asfixias, angustias, dolores, inflamaciones,
pesadillas, jaquecas, bulimias, cansancios, ausencias y pequeños ictus
faciales. Dejó de ir al trabajo y se pasaba el día y la noche viendo la tele
dentro de una batamanta. Por su parte, nuestro hijo mejoró notablemente, solo
parecía un perturbado en presencia de Nai. Un domingo por la mañana, encontré a
mi esposa tan mal que decidí alejar a los niños de ella. Los llevé al zoo pero
fue un desastre, todos los animales se escondían o se comportaban como
auténticos dementes en cuanto nos asomábamos a las jaulas. Solo tardamos media
hora en recorrerlo entero, sin que ninguno de los dos mostrase el más mínimo
entusiasmo. Les pregunté si les apetecía el parque de atracciones. Por un instante,
pareció que mi hijo sonreía, pero antes de responder miró a su amigo y corrigió
su expresión y me devolvió la misma cara de hastío y aburrimiento que era como
la principal seña de identidad del gemelo muerto. “Vale, apunté, os voy a
llevar a un sitio que os va a encantar”.
El diseño laberíntico del cementerio
me proporcionó una gran idea. Propuse el juego del escondite inverso, Nai se
escondería y nosotros, al cabo de cinco minutos, lo buscaríamos. Por supuesto,
nunca lo encontramos.
Caracol Romera.
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