domingo, 8 de enero de 2017

THE DEAD TWIN

De hecho, la única diferencia apreciable entre ellos era que uno estaba muerto. De no ser por ese detalle, nadie habría podido distinguirlos de ninguna manera.

La desgracia entró en esta casa cuando mi hijo decidió hacerse amigo del cadáver. A la pregunta de por qué no había preferido al hermano vivo, respondía con un lenguaje corporal cuya traducción aproximada sería “ni puta idea”. Pues ya está, entre Ian y Nai, eligió a Nai, el menor de los gemelos. El mayor nació a su hora, pero Nai permaneció en el vientre materno nadie sabe cómo durante dos meses más. Fue un caso de revista científica, un caso único in The history of twins. Los médicos llegaron a pensar que las ecografías que hicieron durante el embarazo eran erróneas, que habían captado por error a dos criaturas donde solo había una, y lo interpretaron como un simple reflejo ecolocalizado. Sin embargo, cuando Ian nació, el reflejo seguía en la pantalla, con sus piernas, sus brazos, su cabeza, su pene y sus latidos. Practicaron una cesárea pero solo encontraron vacío.

Dos meses después, Nai vino al mundo con aparente buena salud, no le faltaba ni le sobraba ningún dedo, no tenía dos cabezas ni una oreja en la barriga, le funcionaban las vísceras y respiraba con normalidad, todo parecía en orden salvo el hecho de estar muerto.

Los dos gemelos coincidieron con mi hijo en la guardería y luego, en el colegio, pues sus padres vivían en el mismo barrio que nosotros. Por lo que nos contaban cuidadores y maestros, los tres se hicieron grandes amigos y siempre estaban juntos jugando a cualquier cosa. Esa amistad provocó que conociéramos a los padres y que compartiésemos con ellos un montón de eventos infantiles, como fiestas de cumpleaños, meriendas campestres, funciones escolares, incluso almuerzos, cenas y algún que otro viaje de vacaciones. Y siempre tratábamos de hacer como si no ante el extraño no comportamiento del gemelo muerto. Sus padres no lo mencionaban nunca y nosotros preferíamos no preguntar aunque nos inquietase tanto y nos mantuviese constantemente tan en vilo. Demasiado tarde advertí la relación entre la desgracia y las repetidas visitas de Nai a nuestra casa. Fue a partir de los siete años cuando mi hijo le escogió a él como mejor amigo, ignorando por completo al otro.

Hasta ese momento, los tres eran como una piña, apenas se relacionaban con otros niños y parecían entenderse muy bien. El único punto discordante era la pasividad absoluta de Nai, cuya participación se limitaba a observar cómo su hermano y mi hijo interaccionaban entre sí y con los juguetes, pero también, seguramente, a transmitirles esa seriedad con la que hacían las cosas, la misma seriedad concentrada y abstraída que manejan los relojeros y los cirujanos. Sin importar la naturaleza del juego de turno, ellos lo afrontaban calladamente, sin reír, sonreír ni gritar. Nunca se hacían daño, nunca se peleaban, nunca jamás tuvimos que regañarles.

Confirmamos definitivamente nuestra preocupación cuando una noche, a eso de las tres de la madrugada, me desperté con hambre, encendí la lamparilla y sorprendí a nuestro hijo justo al lado de la cama. Estaba de pie, despierto, con los ojos abiertos, mirándome desde un lugar muy lejano con una desconcertante expresión de pánico. Estuve a punto de estampanarlo allí mismo debido al tremendo susto que me llevé. En vez de eso, me contuve y le pregunté delicadamente qué coño le pasaba. “¿Una pesadilla quizá?”. Su respuesta fue:

—Papá, si me muero, ¿me echaréis de casa?

¿Qué cojones se puede responder a eso? Me limité a prometerle que él no se iba a morir y a preguntarle por qué decía esas barbaridades.

—Es que Ian dice que si me muero ya no podré vivir con vosotros, porque no tengo un hermano gemelo.
No te vas a morir, pero Ian es gilipollas, no te preocupes.
Pero, ¿y si me muero?
Que no te vas a morir, joder, ¿a qué viene esa tontería?
¿Y por qué no me traéis un hermano gemelo por si me muero?
A ver, ¿qué te dijo Ian exactamente?

Mi esposa se despertó y le invitó a pasar el resto de la noche con nosotros, pero él se negó. Insistí.

Cuéntame lo de Ian, anda.
Que si su hermano no lo tuviera a él como gemelo mayor, estaría en otra parte.
Cariño, tú no te vas a morir, ya me encargo yo de eso reiteró la madre con ahínco.
Claro que sí.
Que no.
Pues yo quiero morirme igual que Nai.

Me fui a la cocina y me zampé un yogur griego y un montón de campurrianas, pero en realidad lo único que masticaba eran maldiciones.

Mi vida, te prometo que nunca te alejaremos de nosotros aunque te mueras escuché que le susurraba mi esposa.

Cuando volví al dormitorio, el niño ya se había ido al suyo. Obviamente, decidimos por unanimidad interrumpir la relación con los gemelos. Pero fue imposible llevarla a cabo. Aunque cambiamos a nuestro hijo de colegio, la influencia de sus amigos era tan poderosa que se negó a fomentar otras amistades y sus nuevos compañeros lo tomaron como al bicho raro de la clase, con todo lo que eso significa. De modo que la separación apenas duró un mes. Parecía inevitable que los gemelos regresasen a nuestras vidas tarde o temprano, así que, como solución última, visitamos a una psicóloga que nos aseguró que al niño no le pasaba absolutamente nada, que solo echaba de menos a un amiguito llamado Nai y que quizá lo único que había que hacer era recuperarlo. Yo la mandé a tomar por culo para mis adentros, pero a mi esposa no le pareció del todo mal, pues prefería eso a ver a su hijo triste, alicaído y lloroso a tiempo completo. Cosa que cambió de inmediato en cuanto le propuse un fin de semana con ellos en nuestra casa. Le encantó la propuesta, incluso llegó a sonreír, pero exigió que solo viniera Nai. "O los dos o ninguno", puntualicé. "Vale", respondió él.

De nada sirvió que también invitásemos a Ian porque lo orillaron totalmente. El pobre se aburrió tanto que nunca más volvió. En cambio, desde entonces, tuvimos que aguantar la presencia de Nai todos los fines de semana. Conforme más tiempo pasaba con nosotros, más melancólica se mostraba mi esposa. Empezó a sufrir episodios de agorafobia, taquicardias, anorexias, asfixias, angustias, dolores, inflamaciones, pesadillas, jaquecas, bulimias, cansancios, ausencias y pequeños ictus faciales. Dejó de ir al trabajo y se pasaba el día y la noche viendo la tele dentro de una batamanta. Por su parte, nuestro hijo mejoró notablemente, solo parecía un perturbado en presencia de Nai. Un domingo por la mañana, encontré a mi esposa tan mal que decidí alejar a los niños de ella. Los llevé al zoo pero fue un desastre, todos los animales se escondían o se comportaban como auténticos dementes en cuanto nos asomábamos a las jaulas. Solo tardamos media hora en recorrerlo entero, sin que ninguno de los dos mostrase el más mínimo entusiasmo. Les pregunté si les apetecía el parque de atracciones. Por un instante, pareció que mi hijo sonreía, pero antes de responder miró a su amigo y corrigió su expresión y me devolvió la misma cara de hastío y aburrimiento que era como la principal seña de identidad del gemelo muerto. “Vale, apunté, os voy a llevar a un sitio que os va a encantar”. 

El diseño laberíntico del cementerio me proporcionó una gran idea. Propuse el juego del escondite inverso, Nai se escondería y nosotros, al cabo de cinco minutos, lo buscaríamos. Por supuesto, nunca lo encontramos.

Caracol Romera.




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