miércoles, 25 de enero de 2017

DEAD CRYING


A mi hermano Lali, un tipo al que le gusta mucho Lisboa.

  El llanto comenzó a las dos y diecisiete minutos de la madrugada. Yo había llegado a la casa de mi hermano apenas media hora antes y acababa de sentarme frente al portátil para escribir una carta de amor. La casa de mi hermano se encontraba a medio camino entre la mía y la de mi esposa, a unos trescientos kilómetros de ambas. Mi esposa se enfadó conmigo la semana anterior y había decidido volver a su pueblo durante un tiempo para castigarme o quizá para romper definitivamente. Mi hermano se había ido de vacaciones a Lisboa. En el dúplex contiguo, los vecinos eran un matrimonio joven y un bebé.
  Exactamente a las dos y diecisiete minutos de la madrugada, el bebé se puso a llorar y yo solo había escrito: hola, espero que la oscuridad. La coincidencia cronológica entre la palabra oscuridad y el llanto me desconcentró completamente. Era como una de esas coincidencias inexplicables que se producen cuando estamos leyendo cualquier cosa y alguien pronuncia la misma palabra en el preciso instante en que la leemos. A mí me ha pasado un montón de veces pero todavía no sé lo que significa ni si significa.  En este caso, lo interpreté como una llamada de atención y dejé de escribir la carta. Yo esperaba que la oscuridad no la hubiera alcanzado a ella tanto como a mí, sin embargo, ahora, de repente, no estaba tan seguro. En el fondo, deseaba que mi esposa lo estuviera pasando tan mal como yo y que, después de una semana de silencio, me echara de menos tanto como yo a ella.
  A partir de ese momento, lo único que hice durante las siguientes tres horas y media fue descifrar lágrimas. Claramente, no era un llanto malintencionado, no era agresivo ni parecía contener insultos, exigencias ni mecagontos, sino que sonaba cargado de agotamiento y sueño. A ese crío no le apretaba el pañal ni tenía hambre, su verdadero problema era el insomnio. Lo único que necesitaba, aun sin saberlo, eran muchas caricias en la zona capilar. Solo eso. Silencio absoluto y caricias. Respirar lento y nada de palabras. Yo lo habría conseguido en menos de cinco minutos.
  Una voz femenina dijo: "por favor, sácalo de la cuna y tráelo aquí". Una voz masculina dijo: "puto niño". Porque lo más probable es que el padre de la criatura no pudiera seguir abrazando a la madre durante el resto de la noche, ni ella a él, por culpa del pequeño. De verdad, pensé, traer niños al mundo para esto. La voz femenina intentaba calmar al muchacho con palabras dulces y alguna que otra canción, la voz masculina se movía de vez en cuando por la casa. Borré el intento de frase y escribí: Hola, amor mío, solo deseo que la oscuridad colapse el mundo esta noche. Pero no pude continuar.
  A las seis menos doce minutos, el llanto cesó. Imaginé a la pareja durmiendo delicadamente en la cama, los imaginé suaves y tiernos, agotados, desnudos, casi roncando, y con el puto niño en medio, entonces, yo también me quedé dormido.
  Mi idea era levantarme temprano para continuar un viaje que tal vez pondría fin a mi desesperada situación de abandono, sin embargo, no lo conseguí hasta las once y media. El móvil seguía en silencio, no había llamadas perdidas ni mensajes. Y las sensaciones habían cambiado, ya no me apetecía que la oscuridad colapsara el mundo. Me preparé un café con leche y encendí el portátil. No se oían ruidos en la casa de al lado.
  Como si se tratase de un recordatorio del destino, en cuanto escribí: hola, cariño, toda oscuridad pasa y debemos paralizar el llanto, el llanto ocurrió de nuevo. Y era distinto al de la noche, mucho más estridente y enfático, mucho más agudo y perentorio, yo lo conocía muy bien, era la llamada del hambre. Una llamada urgente como la sirena de una ambulancia o de un camión de bomberos. Vale, le dices al niño, tranquilo, voy a prepararte un biberón, pero él no se lo cree hasta que la tetina rebosante de leche está en su boca. Mientras tanto, sigue berreando con rabia extrema. La verdad es que el bebé de los vecinos ya me estaba tocando los huevos. Yo solo quería enviarle un email o un whatsapp a mi esposa con vísceras de arrepintiendo y súplicas de perdón, y anunciarle que estaba a punto de ir a verla. Quería hablarle del futuro en un tono amable y esperanzador, pero aquel llanto me arrastraba constantemente al pasado. En fin, ¿qué culpa tenía el pobre chiquillo?, y ¿dónde diablos estaban los padres? ¿Habían dejado al niño solo? Sin duda, eran padres novatos e inexpertos, pero, joder, ¿tanto rato para prepararle un puto biberón al puto crío? Al cabo de cuarenta o cincuenta minutos, toqué el timbre de su puerta pero nadie abrió. El niño seguía llorando con lágrimas de odio. Me tumbé en la cama y las viscoseé durante media hora. Descubrí un patrón que se repetía cada cuatro minutos, un suspiro seguido de otro suspiro seguido de un pico muy alto de llanto. Había que entrar en esa casa como fuera o llamar a la policía. Sin saber por qué, empecé a sentirme fatal, fatalísimo, mágicamente, todo eso me estaba pasando a mí, no al niño ni a sus padres, sino a mí en persona, me estaba pasando ahora y hace trece meses al mismo tiempo.
  Pues ya está, me asomé al patio y vi que en la casa de al lado, la ventana de la cocina estaba abierta. Era muy fácil saltar la tapia que separaba los dos patios y llegar hasta allí. Metí la cabeza y grité, hola, ¿hay alguien? Mi hermano había colocado rejas en la ventana de la cocina, afortunadamente, sus vecinos eran más confiados. No parecía haber nadie dentro salvo el bebé que lloraba. Así que entré. Siguiendo el llanto, subí las escaleras, que eran simétricas a las de la casa de mi hermano. En el dormitorio contiguo a la habitación que yo utilizaba para dormir y escribirle una carta imposible de amor a mi esposa, había una cama de matrimonio y, a los pies, una cuna. Por culpa de la penumbra tardé más de veinte segundos en descubrir que la personilla que ocupaba la cuna era en realidad un muñeco. Tenía los ojos abiertos y los brazos como de niñojesús.
  Entonces, ¿quién cojones estaba llorando? Sobre una de las mesitas de noche había un ipad conectado a unos altavoces. Desenchufé todos los cables y volví a mi lugar de confort. Nunca antes me había resultado tan sencillo y rápido conseguir que un bebé dejase de llorar. Me senté frente al portátil y escribí: Hola, amor mío, llevabas razón, jamás volveré a decir que está muerto.

Caracol Romera.



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