A mi hermano Lali, un tipo al que le gusta mucho Lisboa.
El llanto comenzó a las dos y diecisiete minutos de la madrugada. Yo había llegado a la casa de mi hermano apenas media hora antes y acababa de sentarme frente al portátil para escribir una carta de amor. La casa de mi hermano se encontraba a medio camino entre la mía y la de mi esposa, a unos trescientos kilómetros de ambas. Mi esposa se enfadó conmigo la semana anterior y había decidido volver a su pueblo durante un tiempo para castigarme o quizá para romper definitivamente. Mi hermano se había ido de vacaciones a Lisboa. En el dúplex contiguo, los vecinos eran un matrimonio joven y un bebé.
Exactamente a las dos y diecisiete
minutos de la madrugada, el bebé se puso a llorar y yo solo había escrito: hola, espero que la oscuridad. La
coincidencia cronológica entre la palabra oscuridad y el llanto me desconcentró
completamente. Era como una de esas coincidencias inexplicables que se producen
cuando estamos leyendo cualquier cosa y alguien pronuncia la misma palabra en
el preciso instante en que la leemos. A mí me ha pasado un montón de veces pero
todavía no sé lo que significa ni si significa.
En este caso, lo interpreté como una llamada de atención y dejé de
escribir la carta. Yo esperaba que la oscuridad no la hubiera alcanzado a ella
tanto como a mí, sin embargo, ahora, de repente, no estaba tan seguro. En el
fondo, deseaba que mi esposa lo estuviera pasando tan mal como yo y que,
después de una semana de silencio, me echara de menos tanto como yo a ella.
A partir de ese momento, lo único que
hice durante las siguientes tres horas y media fue descifrar lágrimas.
Claramente, no era un llanto malintencionado, no era agresivo ni parecía
contener insultos, exigencias ni mecagontos, sino que sonaba cargado de
agotamiento y sueño. A ese crío no le apretaba el pañal ni tenía hambre, su verdadero
problema era el insomnio. Lo único que necesitaba, aun sin saberlo, eran muchas
caricias en la zona capilar. Solo eso. Silencio absoluto y caricias. Respirar
lento y nada de palabras. Yo lo habría conseguido en menos de cinco minutos.
Una voz femenina dijo: "por favor,
sácalo de la cuna y tráelo aquí". Una voz masculina dijo: "puto niño". Porque lo
más probable es que el padre de la criatura no pudiera seguir abrazando a la
madre durante el resto de la noche, ni ella a él, por culpa del pequeño. De
verdad, pensé, traer niños al mundo para esto. La voz femenina intentaba calmar
al muchacho con palabras dulces y alguna que otra canción, la voz masculina se
movía de vez en cuando por la casa. Borré el intento de frase y escribí: Hola, amor mío, solo deseo que la oscuridad
colapse el mundo esta noche. Pero no pude continuar.
A las seis menos doce minutos, el
llanto cesó. Imaginé a la pareja durmiendo delicadamente en la cama, los
imaginé suaves y tiernos, agotados, desnudos, casi roncando, y con el puto niño
en medio, entonces, yo también me quedé dormido.
Mi idea era levantarme temprano para
continuar un viaje que tal vez pondría fin a mi desesperada situación de
abandono, sin embargo, no lo conseguí hasta las once y media. El móvil seguía
en silencio, no había llamadas perdidas ni mensajes. Y las sensaciones habían
cambiado, ya no me apetecía que la oscuridad colapsara el mundo. Me preparé un
café con leche y encendí el portátil. No se oían ruidos en la casa de al lado.
Como si se tratase de un recordatorio
del destino, en cuanto escribí: hola,
cariño, toda oscuridad pasa y debemos paralizar el llanto, el llanto
ocurrió de nuevo. Y era distinto al de la noche, mucho más estridente y
enfático, mucho más agudo y perentorio, yo lo conocía muy bien, era la llamada
del hambre. Una llamada urgente como la sirena de una ambulancia o de un camión
de bomberos. Vale, le dices al niño, tranquilo, voy a prepararte un biberón,
pero él no se lo cree hasta que la tetina rebosante de leche está en su boca. Mientras
tanto, sigue berreando con rabia extrema. La verdad es que el bebé de los
vecinos ya me estaba tocando los huevos. Yo solo quería enviarle un email o un
whatsapp a mi esposa con vísceras de arrepintiendo y súplicas de perdón, y
anunciarle que estaba a punto de ir a verla. Quería hablarle del futuro en un
tono amable y esperanzador, pero aquel llanto me arrastraba constantemente al
pasado. En fin, ¿qué culpa tenía el pobre chiquillo?, y ¿dónde diablos estaban
los padres? ¿Habían dejado al niño solo? Sin duda, eran padres novatos e
inexpertos, pero, joder, ¿tanto rato para prepararle un puto biberón al puto
crío? Al cabo de cuarenta o cincuenta minutos, toqué el timbre de su puerta
pero nadie abrió. El niño seguía llorando con lágrimas de odio. Me tumbé en la
cama y las viscoseé durante media hora. Descubrí un patrón que se repetía cada
cuatro minutos, un suspiro seguido de otro suspiro seguido de un pico muy alto
de llanto. Había que entrar en esa casa como fuera o llamar a la policía. Sin
saber por qué, empecé a sentirme fatal, fatalísimo, mágicamente, todo eso me
estaba pasando a mí, no al niño ni a sus padres, sino a mí en persona, me
estaba pasando ahora y hace trece meses al mismo tiempo.
Pues ya está, me asomé al patio y vi
que en la casa de al lado, la ventana de la cocina estaba abierta. Era muy
fácil saltar la tapia que separaba los dos patios y llegar hasta allí. Metí la
cabeza y grité, hola, ¿hay alguien? Mi hermano había colocado rejas en la
ventana de la cocina, afortunadamente, sus vecinos eran más confiados. No
parecía haber nadie dentro salvo el bebé que lloraba. Así que entré. Siguiendo
el llanto, subí las escaleras, que eran simétricas a las de la casa de mi
hermano. En el dormitorio contiguo a la habitación que yo utilizaba para dormir
y escribirle una carta imposible de amor a mi esposa, había una cama de
matrimonio y, a los pies, una cuna. Por culpa de la penumbra tardé más de
veinte segundos en descubrir que la personilla que ocupaba la cuna era en
realidad un muñeco. Tenía los ojos abiertos y los brazos como de niñojesús.
Entonces,
¿quién cojones estaba llorando? Sobre una de las mesitas de noche había un ipad
conectado a unos altavoces. Desenchufé todos los cables y volví a mi lugar de
confort. Nunca antes me había resultado tan sencillo y rápido conseguir que un
bebé dejase de llorar. Me senté frente al portátil y escribí: Hola, amor mío, llevabas razón, jamás
volveré a decir que está muerto.
Caracol Romera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario