martes, 31 de enero de 2017

WHY DEAD CHILDREN?

  Si vuestras madres no os han gritado alguna vez: "¡Qué salir a estas horas ni que niño muerto!", o quizás: "¡Pero, qué vegano ni que niño muerto, cómete las albóndigas de una buena vez!" o incluso, ya rayando la redundancia: "¡Qué niño muerto ni que niño muerto!", eso significaría, amigas y amigos, que no habríais tenido infancia.
  ¿Quiénes eran aquellos niños muertos? ¿Qué fue de ellos? ¿Sus madres también les gritaban?: "¡Qué respirar ni que niño vivo!".
  Muchas veces nos paran por la calle para preguntarnos: "¿En serio vais a escribir relatos sobre niños muertos?" Y nosotros contestamos: "Sí, vamos a escribir "tiernorríficos" relatos sobre niños muertos por dos poderosas razones: la primera; porque nos da la gana y, la segunda, porque pensamos que esas adorables, tiernas y frágiles criaturas han sido injustamente olvidadas y queremos darles el protagonismo que se merecen.
  -Pues a mí, los niños muertos no me parecen ni adorables, ni tiernos. Más bien me dan mal rollo.
  -Pues a nosotros nos dan mal rollo los conejos, los gatos y demás seres estampanables (http://guiadelosseresestampanables.blogspot.com.es/). Así, que si no estás a gusto, búscate otro blog en el que te encuentres más cómodo, ¡Cansino, qué eres muy cansino!.
  ¿Se puede sentir amor sin un corazón latiendo? ¿Se puede ver un amanecer sin globos oculares? ¿Se puede sentir el calor de una caricia sin terminaciones nerviosas?
  Nosotros opinamos, sinceramente, que sí.
  Por eso, si alguna vez os cruzáis en vuestro camino con algún niño muerto, no os cambiéis de acera o corráis despavoridos porque ellos, simplemente, pretenden ser vuestros amigos.
  Aunque también podría ser que lo que pretendan realmente es arrancaros la cabeza y devorar vuestros cerebros. Entonces, sí; corred, corred todo lo rápido que podáis y no miréis atrás.



lunes, 30 de enero de 2017

DO YOU HEAR THAT, DEAD CHILD?

  Escucho llorar a mis padres. Mi madre llora desconsoladamente. Mi padre, casi en silencio.

  Me resulta extraño sentir a mi padre tan abatido, una persona a la que nunca vi expresar algo parecido a una emoción que pudiera significar lo que él creía era una debilidad pero supongo que hasta para el hombre más duro, es muy difícil digerir que tu único hijo ha muerto o, al menos, eso he oído que el médico decía de mí.

  Yo no creo estar muerto. Es cierto que no puede moverme, que hace ya un rato que no consigo emitir ni un solo sonido y que me han tumbado en un ataúd pero, sin embargo, puedo escuchar con claridad todo lo que sucede a mi alrededor.
  Escucho a la gente del pueblo que ha venido a acompañarnos. Escucho sus palabras de pésame y también sus cuchicheos: “Pobre familia, desde que perdieron las tierras no les han ocurrido más que desgracias y ahora esto”.
Entre el bullicio me parece escuchar a Antonio, mi mejor amigo, disculpándose por haberme llevado a jugar a los acantilados y a Luisa, mi tía favorita, contestando que nadie tenía la culpa, que la tragedia puede estar acechando en cualquier rincón.
  Escucho la monótona letanía del padre Juan. Habla de mí como si me conociera cuando, en realidad, yo huía de él como de la peste. No se cansaba de repetirme que él podía salvar mi alma pero llegó un momento que no soportaba ni su olor ni su presencia. Espero que se calle pronto porque ya hasta su voz me está pareciendo repulsiva.
  Escucho ahora hablar a don Matías, el maestro: "Era un gran muchacho, muy inteligente y con mucho potencial. Habría llegado lejos, sólo le faltaba atender más en clase y escuchar lo que quería enseñarle pero su cabeza siempre estaba en las nubes".
  ¡Qué ironía!, pienso. Ahora lo escucho todo. Escucho las pisadas de los que comienzan a marcharse, escucho el viento que gime lastimero entre los árboles y escucho las primeras gotas de lluvia que amenazan con deslucir la ceremonia. Puedo escuchar, incluso, a los ratoncillos del desván royendo mi caja. Me alegro que hayan venido, seguramente me echaban de menos.
  Cuando escuché caer la primera palada de tierra, sentí miedo. Le siguieron muchas más. Cada vez que la arena golpeaba el ataúd era como estar dentro de una ola de un mar enfurecido. La madera comenzó a crujir y el ruido se convirtió en un aguijón que taladraba mi cabeza. El miedo se convirtió en pánico. Chillé en silencio una y otra vez pero ni una sola palabra conseguí sacar de mi garganta. Desesperado, pensé en todas las cosas que alguna vez quise haber dicho y nunca me atreví a decir hasta que, por fin, logré convertir mi angustia en un grito aterrador: "¡Estoy vivo!".
  No podía tener la seguridad de que alguien me hubiera escuchado. Unos segundos después oí como alguien se acercaba. Volví a gritar con todas mis fuerzas: "¡Estoy aquí!¡Estoy vivo!.
  Una voz grave me contestó: "Buenos días, soy el encargado del cementerio. No, chaval, tú no estás vivo. Lo que estás es mal enterrado".
Escuché como se alejaba y como le echaba la bronca a otro hombre. Éste, refunfuñando, llegó hasta la tumba y continuó echando tierra durante un tiempo que me pareció interminable.
  Aquel tipo debía tener razón. Ahora ya no escucho nada.

The Nuevo.


domingo, 29 de enero de 2017

DEAD CHILD TRIP

  Si ahora mismo fueran las ocho de la mañana, Sandra estaría saliendo de casa para no volver. Pero solo son las diez de la noche, así que acaba de acostarse y empieza a pensárselo. Una barra entera de pan y una tripa de mortadela sin abrir, el bidón de la bici lleno de agua por si no encontrase fuentes, un pequeño paraguas por si llueve. Una eternidad de supervivencia en la mochila. Y sus piernas: caminar campo a través, llegar a otra ciudad, buscarse un empleo. En su cabecita va trazando los sucesivos pasos de la escapada con extrema minuciosidad y exactitud. Sabe que su padre la despertará a las siete y media, sabe que nunca nadie le revisa el material escolar, sabe que desde que cumplió once, va sola al colegio, situado justo enfrente de la casa. Piensa que esto puede ser un problema, porque a veces a su madre le gusta mandarle un saludo de despedida desde el balcón. Con los ojos cerrados visualiza la escena: entrar en el colegio ante la mirada materna, esconderse tras el tronco del ficus, esperar a que el balcón se quede vacío, volver a la calle, cruzarla en sentido contrario como si hubiera olvidado algo en su dormitorio, acercarse a la puerta, no abrirla aunque esté abierta ni tocar el interfono, desplazarse bajo los aleros, desplazarse bien arrinconada bajo los aleros, pegada a las fachadas, y huir. Un rato antes, mientras su madre se acicalaba en el cuarto de baño y su padre se fumaba un pito en face, habría sacado todos los libros, libretas y lápices de la mochila y en su lugar habría guardado el pan, la mortadela, el bidón de la bici y tal vez una linterna. 
  A vista de pájaro, el plan le parece perfecto, siempre y cuando no la busquen. Nota un entumecimiento en el brazo derecho y se gira. Padres, abuelos, profes y policía pudieran pensar que la han secuestrado. Medita mucho sobre esta posibilidad, se pregunta qué tendría que hacer para evitar que la busquen o, a las malas, que la encuentren. Lo primero, cambiarse el nombre, concluye, agenciarse uno completamente distinto al suyo, por ejemplo, Antonio, un nombre tan ridículo como cualquier otro. Esto le recuerda que todavía no ha pensado en la ropa. Si desde mañana se llamara Antonio, necesitaría una indumentaria de chico. Su hermano, aunque sea mayor que ella, tiene su misma talla, así que no le queda más remedio que meter también en la mochila algunas prendas de Ovidio, e imagina que con unos pantalones, una camiseta y un jersey bastará. Además, ¿qué tal si dejase una nota de despedida para que nadie se asuste ni intente encontrarla? Querida madre y querido padre, redacta mentalmente, no estoy secuestrada, no me busquéis. Ahora bien, ¿dónde dejarla para que no la descubran demasiado pronto? Se le ocurre que lo mejor sería enviarla por correo, pero no sabe cómo se envían cosas por correo, así que dedica los siguientes diez minutos a proponerse sitios para depositar la nota. Lo ideal sería que sus padres la leyeran pasado mañana, domingo, entonces, el escondite más adecuado sería una prenda dominical, como la chaqueta de ir a misa. Vale, pues ya está, piensa, una cosa menos. Pero, ¿qué hacer con el boletín? Llevárselo es como recordarse a sí misma todo el rato que fracasó en el primer trimestre, y no quiere que sus padres lo sepan. Intuye que registrarán su cuarto en busca de pistas que les ayuden a explicar la huida. Recuerda que cualquier letra que no sea la A supone un fracaso y ella, en este primer trimestre, solo ha obtenido Bes, una B detrás de otra, B, B, B, B, B, B, B, Beeeeeeeeee, como las cabras. Desde ahora, piensa, seré una cabra solitaria y montuna, si no valgo para la A, se dice, tiraré para el monte y nadie podrá reprochármelo. Entonces, sin saber todavía qué hará con el maldito boletín, cierra los ojos e intenta conciliar el sueño, pero no puede, un gran insomnio de nervios la ha ocupado entera, de pies a cabeza, de Este a Oeste, de Sur a Norte, lo siente avanzar por las costillas, en cada músculo de su cuerpo, en el hígado, los riñones, el páncreas, en cada latido, lo percibe como un temblor de párpados y adrenalinas, como si respirase dentro de una burbuja sin aire, como si el mundo estuviera preparándose para aplastarla mañana.
  A las siete y media en punto, su padre entra en el dormitorio entre susurros y palabras dulces, cariño, ya es la hora, la penumbra le impide ver algo más que un bulto bajo las mantas. Sube la persiana, el sol no ha salido aún pero la claridad le muestra un pánico de ojos abiertos. Su hija no está dormida ni despierta, no habla, no mira, no está fría ni caliente ni rígida, sino que empieza a levantarse como si no fuera ella.

Caracol Romera.


sábado, 28 de enero de 2017

DEAD CHILD GAME

  Le odiamos. Desde que ha llegado a casa no ha dejado de llorar y de reclamar la atención de nuestra madre.
  Cuando nos preguntaron si queríamos tener un nuevo hermano, nosotros contestamos que no nos hacía ninguna falta. No nos hicieron caso y ahí le tenemos berreando todo el puñetero día.
  Con tanto ruido es imposible que podamos disfrutar de nuestro juego favorito: “Niño muerto”. Es un juego que, como su nombre indica, necesita de un silencio sepulcral o, al menos, de un poco de tranquilidad.
  Cada vez que nuestra madre no quería que hiciéramos algo siempre concluía la discusión con un: ¡Qué tal cosa ni qué niño muerto!.
  Nos encantaban aquellos “niños muertos”, así que decidimos convertirles en una parte esencial de nuestro entretenimiento. Si yo le decía a mi hermano: “niño muerto jugador de cartas”, él corría a buscar una baraja, se desplomaba en la mesa sujetando unas cuantas cartas, ponía los ojos en blanco y sacaba media lengua fuera. Después de casi dos horas sin mover un músculo, se incorporaba y me pasaba el turno: “niña muerta bailarina”.
  Cuando la sangre salpicó las cortinas nos dimos cuenta de dos cosas: la primera; que el vecino de abajo no mentía cuando decía que nos odiaba, la segunda; que nosotros sí lo hacíamos cuando decíamos odiar a nuestro hermano.
  Ahora, los tres podemos jugar a “Niño muerto” pero ya no nos divierte tanto.


The Nuevo.




viernes, 27 de enero de 2017

DEAD CHILD WITH MONSTER NOISE


  Mientras el monstruo rugía en otra parte de la casa, comprendió que solo había una forma de esquivar el sufrimiento y el miedo. Ya no bastaba con cubrirse la cabeza y taparse los oídos con almohadas y dedos, cerrar la puerta del dormitorio y abrir la ventana incluso en invierno para que el escándalo urbano disimulase los gruñidos, porque éstos parecían proceder ahora de su propia conciencia. Llevaba años oyéndolos y había llegado a considerarlos como algo normal y corriente, sin embargo, eso no los hacía menos desagradables. Desde fuera, se instalaban dentro y le impedían dormir, incluso, muchas veces, le impedían ser él mismo. Era como si a fuerza de escucharlos los hubiera ido incorporando a su propia naturaleza, de tal modo que, en el colegio, de vez en cuando, el monstruo le salía por la boca sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.
  Una mañana por ejemplo, como todas las mañanas, se estaba quedando profundamente dormido a segunda hora y su compañero de pupitre, a fin de librarlo de otra regañera del maestro, le propinó un pequeño codazo entre las costillas. En ese momento, él ya estaba sobrevolando una casa rodeada por un jardín lleno de flores amarillas, según le contó poco después al director del colegio, y el codazo lo oscureció todo y fue como caer en picado desde una gran altura y estampanarse brutalmente contra el asfalto. Abrió los ojos sin recordar dónde se encontraba, se incorporó sobre el libro abierto y le lanzó el puño en piña a su compañero. Dentro del puño había un lápiz recién afilado.
  Se calificó el incidente como muy grave, merecedor de sanción y de llamada urgente a los progenitores. Una hora más tarde, su madre fue a recogerlo con lágrimas de vergüenza y culpabilidad.
  Camino a casa, el niño también lloró, durante varias estaciones, mientras repetía sin cesar que había sido un accidente. Pero, ¿de verdad había sido un accidente? De pronto, como si hablara otro, le gritó textualmente que estaba hasta los cojones de tanta mierda y que ella era una furcia ignorante que no tenía ni puta idea de lo que significaba ser madre. Luego siguió llorando pero a navaja.  
  Y fue esa noche cuando descubrió el único método infalible para escapar de los gritos. Pensó, los niños muertos no duermen, no sufren, no oyen, no juegan ni sienten necesidad de jugar, no temen machacarle la cabeza al monstruo, por ejemplo, con un destornillador.

Caracol Romera.



jueves, 26 de enero de 2017

THE GOOGOL NUMBER

  El momento  del patio es sagrado. Eso lo tenemos claro toda la muchachada que apuramos hasta el último segundo jugando a cualquier cosa que se nos ocurra como si nuestra existencia dependiese de esos exiguos minutos de libertad que poseemos antes de tener que volver a clase. Lo tenemos claro todos menos Andrés, el niño muerto.
  Andrés era mi muy mejor amigo hasta que murió. A partir de ese día comenzó a encerrarse en si mismo y preferir la soledad sobre todas las cosas hasta que ocurrió lo inevitable; su soledad se hizo crónica.
  ¿A qué dedica el niño muerto la escasa media hora que tenemos de recreo?. Da vueltas al patio mientras cuenta sin parar.
  “Mil ciento uno, mil ciento dos, mil ciento tres…”
  ―¿Qué haces? ―le pregunté, intrigado.
  ―Cuento ―me contestó, sin tan siquiera mirarme.
  “Mil ciento seis, mil ciento siete, mil ciento ocho…”
  ―Eso ya lo veo. Lo que quería decir es por qué lo haces.
  ―Quiero llegar hasta el número gúgol.
  ―¿Qué mierda de número es ése?
  ―El número gúgol es un uno seguido de cien ceros.
  ―¡Ah!. Pues me parece que vas a tardar un huevo y medio.
  ―No me importa.
  Me largué de allí, me entró miedo de que la estupidez fuera una enfermedad contagiosa.
  Fueron pasando los días y aquella monótona cantinela acabó haciendo mella en nuestros infantiles cerebros. Cada vez que la órbita del satélite niño muerto, antes conocido como Andrés, se acercaba a alguno de nosotros, inmediatamente se nos quitaban las ganas de jugar a nada. El aburrimiento amenazaba con adueñarse del patio despojando al recreo de todo su sentido. Si la situación continuara así, acabarían por resquebrajarse los cimientos mismos en los que hemos basado nuestra civilización occidental.
  “Seis mil cuatrocientos cinco, seis mil cuatrocientos seis, seis mil cuatrocientos siete…”
  ―¡Joder, este tipo es un puto coñazo!.
  ―¡Y qué lo digas, Vasco!.
  El Vasco, como habréis imaginado, era vasco. Estaba en posesión de las manos más grandes de toda la escuela que, cuando jugaba al frontón, utilizaba para reventar las pelotas contra la pared.
  ―Le voy a pedir que pare ―dijo el Vasco, mientras se arremangaba.
  Se acercó al niño muerto y le arreó un collejón de “toma pan y moja que es salsa de melón, chúpate el dedo que has tocao natillas”, al tiempo que le gritaba: “¡Calla ya, tontolaba!".
  Andrés cayó al suelo y allí se quedó quieto, inmóvil, petrificado.
  ―¡Ostias, Vasco!¡Lo has matao!
  ―¡No seas necio! ¿Cómo le voy a matar si ya estaba muerto?.
  Después de un rato dándole patadas para verificar en que punto de la existencia se encontraba, Andrés se incorporó lentamente, como si regresara de un mal sueño.
  Cuando abrió los ojos, en lugar de las vacías cuencas que lucía últimamente, sus ojos volvían a tener el intenso color ámbar que antaño me había enamorado.
  ―¡Andrés, estás vivo! ―exclamé, mientras le abrazaba.
  ―Sí, y es una sensación muy extraña. Es como volver de un lugar muy lejano. Yo diría que tengo una especie de “jet lag”.
  ―¡Esto es un milagro de libro!.
  ―No le des más vueltas ―dijo, mientras terminaba de levantarse. ¿Jugamos un partido?.
  ―¿No prefieres seguir contando?
  ―Ya no. Vamos a jugar.
  Por desgracia, al día siguiente descubrimos lo difícil que es que los milagros perduren en el tiempo. En cuanto Andrés piso el patio, se volvió a morir.
  Esta vez decidimos enterrarle bien profundo en el arenero para evitar que volviera a las andadas.


The Nuevo.







miércoles, 25 de enero de 2017

DEAD CRYING


A mi hermano Lali, un tipo al que le gusta mucho Lisboa.

  El llanto comenzó a las dos y diecisiete minutos de la madrugada. Yo había llegado a la casa de mi hermano apenas media hora antes y acababa de sentarme frente al portátil para escribir una carta de amor. La casa de mi hermano se encontraba a medio camino entre la mía y la de mi esposa, a unos trescientos kilómetros de ambas. Mi esposa se enfadó conmigo la semana anterior y había decidido volver a su pueblo durante un tiempo para castigarme o quizá para romper definitivamente. Mi hermano se había ido de vacaciones a Lisboa. En el dúplex contiguo, los vecinos eran un matrimonio joven y un bebé.
  Exactamente a las dos y diecisiete minutos de la madrugada, el bebé se puso a llorar y yo solo había escrito: hola, espero que la oscuridad. La coincidencia cronológica entre la palabra oscuridad y el llanto me desconcentró completamente. Era como una de esas coincidencias inexplicables que se producen cuando estamos leyendo cualquier cosa y alguien pronuncia la misma palabra en el preciso instante en que la leemos. A mí me ha pasado un montón de veces pero todavía no sé lo que significa ni si significa.  En este caso, lo interpreté como una llamada de atención y dejé de escribir la carta. Yo esperaba que la oscuridad no la hubiera alcanzado a ella tanto como a mí, sin embargo, ahora, de repente, no estaba tan seguro. En el fondo, deseaba que mi esposa lo estuviera pasando tan mal como yo y que, después de una semana de silencio, me echara de menos tanto como yo a ella.
  A partir de ese momento, lo único que hice durante las siguientes tres horas y media fue descifrar lágrimas. Claramente, no era un llanto malintencionado, no era agresivo ni parecía contener insultos, exigencias ni mecagontos, sino que sonaba cargado de agotamiento y sueño. A ese crío no le apretaba el pañal ni tenía hambre, su verdadero problema era el insomnio. Lo único que necesitaba, aun sin saberlo, eran muchas caricias en la zona capilar. Solo eso. Silencio absoluto y caricias. Respirar lento y nada de palabras. Yo lo habría conseguido en menos de cinco minutos.
  Una voz femenina dijo: "por favor, sácalo de la cuna y tráelo aquí". Una voz masculina dijo: "puto niño". Porque lo más probable es que el padre de la criatura no pudiera seguir abrazando a la madre durante el resto de la noche, ni ella a él, por culpa del pequeño. De verdad, pensé, traer niños al mundo para esto. La voz femenina intentaba calmar al muchacho con palabras dulces y alguna que otra canción, la voz masculina se movía de vez en cuando por la casa. Borré el intento de frase y escribí: Hola, amor mío, solo deseo que la oscuridad colapse el mundo esta noche. Pero no pude continuar.
  A las seis menos doce minutos, el llanto cesó. Imaginé a la pareja durmiendo delicadamente en la cama, los imaginé suaves y tiernos, agotados, desnudos, casi roncando, y con el puto niño en medio, entonces, yo también me quedé dormido.
  Mi idea era levantarme temprano para continuar un viaje que tal vez pondría fin a mi desesperada situación de abandono, sin embargo, no lo conseguí hasta las once y media. El móvil seguía en silencio, no había llamadas perdidas ni mensajes. Y las sensaciones habían cambiado, ya no me apetecía que la oscuridad colapsara el mundo. Me preparé un café con leche y encendí el portátil. No se oían ruidos en la casa de al lado.
  Como si se tratase de un recordatorio del destino, en cuanto escribí: hola, cariño, toda oscuridad pasa y debemos paralizar el llanto, el llanto ocurrió de nuevo. Y era distinto al de la noche, mucho más estridente y enfático, mucho más agudo y perentorio, yo lo conocía muy bien, era la llamada del hambre. Una llamada urgente como la sirena de una ambulancia o de un camión de bomberos. Vale, le dices al niño, tranquilo, voy a prepararte un biberón, pero él no se lo cree hasta que la tetina rebosante de leche está en su boca. Mientras tanto, sigue berreando con rabia extrema. La verdad es que el bebé de los vecinos ya me estaba tocando los huevos. Yo solo quería enviarle un email o un whatsapp a mi esposa con vísceras de arrepintiendo y súplicas de perdón, y anunciarle que estaba a punto de ir a verla. Quería hablarle del futuro en un tono amable y esperanzador, pero aquel llanto me arrastraba constantemente al pasado. En fin, ¿qué culpa tenía el pobre chiquillo?, y ¿dónde diablos estaban los padres? ¿Habían dejado al niño solo? Sin duda, eran padres novatos e inexpertos, pero, joder, ¿tanto rato para prepararle un puto biberón al puto crío? Al cabo de cuarenta o cincuenta minutos, toqué el timbre de su puerta pero nadie abrió. El niño seguía llorando con lágrimas de odio. Me tumbé en la cama y las viscoseé durante media hora. Descubrí un patrón que se repetía cada cuatro minutos, un suspiro seguido de otro suspiro seguido de un pico muy alto de llanto. Había que entrar en esa casa como fuera o llamar a la policía. Sin saber por qué, empecé a sentirme fatal, fatalísimo, mágicamente, todo eso me estaba pasando a mí, no al niño ni a sus padres, sino a mí en persona, me estaba pasando ahora y hace trece meses al mismo tiempo.
  Pues ya está, me asomé al patio y vi que en la casa de al lado, la ventana de la cocina estaba abierta. Era muy fácil saltar la tapia que separaba los dos patios y llegar hasta allí. Metí la cabeza y grité, hola, ¿hay alguien? Mi hermano había colocado rejas en la ventana de la cocina, afortunadamente, sus vecinos eran más confiados. No parecía haber nadie dentro salvo el bebé que lloraba. Así que entré. Siguiendo el llanto, subí las escaleras, que eran simétricas a las de la casa de mi hermano. En el dormitorio contiguo a la habitación que yo utilizaba para dormir y escribirle una carta imposible de amor a mi esposa, había una cama de matrimonio y, a los pies, una cuna. Por culpa de la penumbra tardé más de veinte segundos en descubrir que la personilla que ocupaba la cuna era en realidad un muñeco. Tenía los ojos abiertos y los brazos como de niñojesús.
  Entonces, ¿quién cojones estaba llorando? Sobre una de las mesitas de noche había un ipad conectado a unos altavoces. Desenchufé todos los cables y volví a mi lugar de confort. Nunca antes me había resultado tan sencillo y rápido conseguir que un bebé dejase de llorar. Me senté frente al portátil y escribí: Hola, amor mío, llevabas razón, jamás volveré a decir que está muerto.

Caracol Romera.



martes, 24 de enero de 2017

INTO THE JAR (THE PRAT CHILD DEAD)

  Mi madre se empeña en que los dos hermanos pasemos unos días en el pueblo de mi abuela, todos y cada uno de los veranos que he conocido hasta ahora. 
¡Y nosotros aceptamos encantados!
  El pueblo se llama Caleruega y está en la provincia de Burgos. Es el típico lugar en el que no hay gran cosa que hacer, salvo asalvajarse.
  Nada más bajar del autocar, lo primero que hacemos es quedar con la pandilla en el río. Hacemos dos bandos, nos colocamos cada uno en una orilla y nos tiramos piedras. La contienda finaliza cuando alguno de los descalabrados pide que le llevemos a casa. Por la noche quedamos para hacer recuento de cicatrices y así afianzamos los vínculos de la amistad.
  Mi abuela se llama Cándida y, aunque en su rostro parece tener aglutinados todos los años de la comarca, se mueve como si no tuviera más de sesenta y tres. En su juventud fue la partera del pueblo. Se daba tanta maña en traer críos al mundo como en tenerlos ella misma. Me han contado que, más de una vez, algún vecino tuvo que devolverle alguna criatura que se le había caído sin que se diera cuenta.
  ―¡Cándida! ¡A ver si vas con más cuidado! ¡Te ha nacido una muchacha en la plaza y ni te has enterado!
  ―¡Ay, Señor! Va una con tantas prisas para hacer las cosas. Gracias y que Dios se lo pague.
  La casa de mi abuela es grande que te cagas. Cuando jugamos al escondite, tardamos horas en encontrarnos. A veces, ya sea por aburrimiento o porque nos entra el hambre, nos afanamos en gritar donde estamos escondidos para acabar lo antes posible.
  Una noche, después de cenar como si no hubiera un mañana, mi hermano se me acercó con cara de ir a revelarme un secreto.
  ―¿Quieres conocer a nuestro tío Caín, “el tonto del bote”?
  Que yo recordara ninguno de mis tíos se llamaba Caín y eso que entre todas mis tías y mis tíos tenían prácticamente copado todo el santoral.
  ―¡Desde luego! ¿Dónde está?
  ―No se lo puedes contar a nadie. ¡Promételo!
  ―¡Claro, hombre! ¡Palabra de hermano!.
  ―Vamos arriba. Vas a flipar.
  Subimos corriendo las escaleras y llegamos hasta un cuarto en el que yo jamás había entrado. Al fondo, presidiendo toda la estancia había una gran alacena. Nos acercamos y mi hermano abrió lentamente las puertas. Palpó, buscando un interruptor y el fluorescente tardó tres latidos en encenderse. En el primero, apenas distinguí nada, en el segundo, no creí lo que estaba viendo y en el tercero, mi culo se cayó al suelo.
  ―¿Qué te parece? ¿Es, o no es, el tonto del bote?.
  Allí estaba yo, con los ojos como platos soperos, mirando un enorme frasco en el que dentro, flotando en un extraño líquido, se encontraba el cuerpo de un niño pequeño.
  ―¿Cuándo lo descubriste?
  ―Hace un par de días. De casualidad.
  ―¿Y cómo sabes su nombre?
  ―Lo pone en la tapa junto al día de su nacimiento y el de su muerte. Tenía cuatro años cuando ocurrió.
  ―¡Joder, pero esto es raro de cojones!. La abuela debía…o debe estar como una puta cabra.
  ―¡Qué va! Esto antiguamente lo hacía todo el mundo.
  Me fui a mi cuarto con una extraña sensación. ¿Sería cierto que en todas las casas del pueblo había niños muertos dentro de unos jodidos botes?.
  Aún estaba dándole vueltas cuando escuché unas pisadas. La puerta se abrió y allí estaba él. A sus pies se estaba formando un pequeño charco. El sonido que hacían sus dedos al chapotear en el agua me estaba poniendo de los nervios.
  ―Yo no era tonto, sólo era tímido ―dijo, casi en un susurro.
  ―Lo sé. Por favor, vuelve a tu frasco porque me estás dando miedo.
  ―Lo sé. Creo que fue por eso por lo que me mataron.
  ―No te preocupes. Ahora es un poco tarde. Mañana hablaremos.
  Han pasado varios días y mi tío Caín ya no me da miedo. Tiene un poco de carácter, eso sí, pero yo estoy bregado en mil batallas.


The Nuevo.







lunes, 23 de enero de 2017

SAND DEAD CHILD

  Mis amigos me enterraron sin mala intención. Incluso yo les ayudé con el agujero. Todos disponíamos de palas de puro plástico y nuestras madres charlaban a la sombra de las sombrillas. La arena, del color de las nubes, era fácil de mover, no estaba apelmazada como en esas playas amarillas sobre las que parece haber pasado una apisonadora.
  Creo que era Noviembre, pero el agua seguía tan templada que nos pasamos tres horas sin salir de las olas. De hecho, si lo hicimos fue porque nuestras madres habían preparado el almuerzo y alegremente nos amenazaron con un castigo terrible: no volver a bañarnos en lo que quedaba de día. Pues ya está, a pesar del enfado, debo reconocer que la paella estaba exquisita. Todos quisimos un poco más y nos zampamos dos platos en apenas cinco minutos porque, ante todo, deseábamos volver al agua y continuar con el juego del tiburón comeniños a la mayor brevedad posible.
  Aunque nos veíamos a diario en el colegio, en el comedor y en las actividades extraescolares, lo cierto es nunca habíamos tenido ocasión de entretenernos y disfrutarnos durante tanto rato. Aquel juego era tan divertido y nosotros, tan estampanables, que no nos hubiera importado pasar lo que quedaba de día sin comer. Estábamos tan concentrados en evitar que el tiburón nos pillara, o, el tiburón, en pillarnos, que la idea de interrumpirlo para hacer algo tan estúpido e innecesario como alimentarse nos pareció a la mayoría una gilipollez y una injusticia. El único que lo asumió sin protestar fue el Antoñillo, el más flaco del grupo, el que siempre tiritaba de frío con solo pensar en bañarse. Para colmo, le tocó ser el tiburón, con lo cual se pasaba más tiempo que el resto en remojo. Fue el primero que salió del agua y el último en comerse el segundo plato de arroz.
  En cambio, yo protesté mucho, pero no quise llorar, no me molaba que mis amigos me vieran llorar, en el fondo, solo eran compañeros del cole, no eran primos ni hermanos ni perros, sino personillas que iban al mismo colegio que yo. Mi mejor amigo, por ejemplo, no estaba allí, porque su madre no era tan íntima de la mía como para veranear con ella.
  Vale, pensé, soy una persona normal y corriente, pero mi madre me trata como a un mono domesticado, no me pregunta si tengo hambre sino que me obliga a comer, no me pregunta si prefiero seguir jugando sino que me ordena salir inmediatamente del agua y secarme, buscar una sombra, sentarme, ser obediente, etcétera, y debo hacer todo eso al instante y al mismo tiempo, sin más dilación, joder, no podía esperar ni media hora, o verás tú lo que te pasa luego. Entonces, decidí dar todo el por culo posible siendo un mono y comportándome como tal. ¿Acaso los monos, por muy adiestrados que estén, usan cubiertos? Pues yo tampoco. Y desde luego no hablan nunca ni reflexionan sobre las cosas, sino que chillan y no llevan ropa. Me quité el bañador porque los monos no usan bañador para estar en la playa y me comí el arroz a puñados. Mi madre me miraba con ojos de pólvora pero con una expresión de cansancio infinito. Que se joda, pensé, y ahora le voy a quitar esa gamba o langostino o lo que sea al idiota de Raúl, que llora por cualquier tontería. Efectivamente, hubo un revuelo muy gracioso y un montón de castigos que caían como del cielo. Todas las madres se quedaron un poco escandalizadas, precisamente la de Raúl, como para acojonarme subliminalmente, dijo que las cosas que hacemos y decimos siempre tienen consecuencias, y yo me rasqué los huevos como lo haría un mono al que le pican los huevos y no entiende lo que le están diciendo o insinuando por muy adiestrado que esté el hijoputa. Cuantas más madres me odiaran, más feliz me sentía yo. Álvaro era un experto en esto, él me enseñó todo lo que sé sobre joderle la vida a las madres, lástima que la suya estuviera tan loca como para no caerle bien a la mía.
  De todas formas, había que esperar dos horas para bañarse de nuevo, así que el castigo de no bañarse nunca más en la vida que lanzó mi madre resultaba bastante inútil. 
  Había que jugar a algo sin mojarnos y alguien propuso enterrar a alguien. Tenía que ser a mí, y así lo dije y lo exigí mientras Raúl refugiaba un llanto nuevo en los brazos maternos porque había olvidado la puta pala. Le presté la mía y nos pusimos a cavar el agujero, yo, con las manos, lo más lejos posible de las sombrillas a fin de que nadie nos distrajera con idioteces como la crema solar o cosas peores.
  Cuando todo mi cuerpo estaba cubierto de arena salvo la cabeza, dije que yo era un niño muerto y que a los muertos se les entierra enteros. Dejaron un pequeño hueco para respirar pero al cabo de doce o trece minutos ya no me hizo falta. Me sentía muy bien allí dentro, era como estar en otra parte, en otro mundo, o, sencillamente, como no estar. Las cosas pasaban por mi cabeza sin rozarme siquiera.
  No me rozaban los lunes ni los miércoles ni los viernes: cuando, de cuatro a seis, iba a atletismo, porque mi madre fue atleta de joven y le hacía ilusión verme correr; de seis a siete, a violín, en la escuela de música, dale que te pego; de siete a ocho, los deberes diarios y todas las broncas del mundo; de ocho a nueve, ducha y cena y a la puta cama hasta el día siguiente. Tampoco me rozaban los martes ni los jueves, que eran más de lo mismo: según  el calendario extraescolar, de cuatro a cinco, informática, “algo muy útil para cualquier trabajo”, ¿trabajo?; de cinco a siete, pintura creativa y, de siete a nueve, igual que los lunes, los miércoles y los viernes. Luego, los sábados, toda la mañana limpiando la casa y toda la tarde visitando a mi abuela, que vivía en un rincón de su propia memoria donde no había descendencia ni ayeres ni hoys. De vez en cuando, mi madre nos llevaba al cine y a comer palomitas y hamburguesas, y por fin llegaba el domingo, pero los domingos siempre llovía o nevaba o hacía un calor de morirse. Y no olvidemos que a todo esto había que añadir una eternidad diaria en el colegio. De repente, como niño muerto, nada me afectaba.
  Cuando ya no se oía el griterío de mis compañeros, supuse que habían pasado las dos horas y que habían vuelto al agua. Al principio me preocupé un poco, puesto que acababan de abandonarme bajo la arena, pero unos minutos después, cerré los ojos y me dormí profundamente, si es que se puede dormir estando muerto. La relajación muscular y mental de mi cuerpo eran absolutas. Podía jugar a lo que me diera la gana durante el tiempo que me saliera del coño, o podía ir al colegio, a la música, a la informática, a la pintura y al atletismo, incluso al cine y a ver a mi abuela, sin moverme del sitio, y también podía hacerlo todo a la vez. Las eternidades duraban menos que un suspiro.
Me despertaron las voces de las madres gritando mi nombre. Por lo visto, no conseguían encontrar el punto exacto donde había sido enterrada. Entonces, ni me lo pensé, como haría cualquier niño después de morirse, preferí quedarme quieta.


Caracol Romera.






domingo, 22 de enero de 2017

UNDER THE SEA

  El niño muerto espera sentado en el fondo del mar.
  Hace mucho tiempo que vive allá abajo y apenas recuerda cómo llegó hasta allí. Sólo algunas imágenes quedaron grabadas en lo que, un día, fue su cerebro.
  Recuerda estar en los brazos de su madre observando la plateada  estela que el barco iba dejando mientras se alejaba del puerto.
  —¿Cómo se llama este agua tan grande, mami?
  –Es el mar Mediterráneo, mi amor. Su nombre significa el mar entre tierras. En la antiguedad, la única manera que tenían los diferentes pueblos para poder conocerse unos a otros era navegarlo. No existían aviones como ahora.
  —Es muy hermoso.
  —Sí, sí que lo es.
  Recuerda también a su hermano persiguiéndole por la cubierta. “Era un juego, creo”.
  Después las imágenes se mezclan y todo se vuelve confuso. “Ya no tiene importancia, no merece la pena llorar en el fondo del mar”, piensa mientras intenta sacarse de la cabeza unos cangrejos que han buscado refugio en su cráneo.
  El niño muerto espera pacientemente.
  Ha pasado la mañana limpiando el combustible, los plásticos y toda la porquería que los vivos nos empeñamos en regalarle al mar. Ha dejado el fondo marino que se puede comer sopas en él.
  Le gusta tenerlo todo preparado para recibirles. No sabe cual es el motivo, sólo sabe que cada vez ocurre con más frecuencia. 
  Los gritos le anuncian que están a punto de llegar.
  Mira hacia el cielo y la espera termina.
  Todos los días llueven niños nuevos con los que poder jugar.

The Nuevo.





sábado, 21 de enero de 2017

SOME GAMES DEAD CHILD


  Durante la noche le gustaba caminar desnudo por la casa con un cuchillo de carnicero en la mano y quería ser mi amigo. Era nuevo en el barrio, hijo único, sus padres habían comprado la casa justo enfrente de la nuestra y acababan de instalarse allí. Remanecían de Ízbor, un pueblo minúsculo situado junto a un afluente homónimo del Guadalfeo entre Motril y Granada. El padre trabajaba para la empresa Alsina Graells conduciendo autobuses en la ruta de Barcelona. La madre procuró hacerse amiga de las vecinas en cuanto se instalaron en la nueva casa, especialmente de aquellas que al menos tuvieran un hijo varón de la misma edad o similar que la del suyo, unos once años.
  Una noche, mi madre primero nos pidió por favor a mi hermano y a mí que nos hiciéramos amigos del muchacho y luego nos obligó al menos a intentarlo. Lo cierto es que, aunque no supiéramos cómo se llamaba ni nos importara, ya le conocíamos de verlo sentado en el tranco de su puerta sin hacer otra cosa que contarse los dedos de los pies como si le faltara o le sobrara alguno. He de reconocer que nuestra primera impresión fue que no nos caía bien, sin embargo, tiempo después, pudimos confirmarla. 
  Exactamente aquella tarde, cuando mi madre preparó tres bocadillos de mortadela para la merienda, uno para el Franci, otro para mí y un tercero para nuestro nuevo vecino, y nos obligó a jugar con él, ahí fue cuando la confirmamos. Se aseguró de que no le diésemos el tercer bocadillo al primer perro que viéramos por la calle acompañándonos hasta la casa de enfrente. Llamó a la puerta, abrió la esposa del chófer, “aquí, mis hijos - anunció mi madre -, que quieren jugar con el suyo”, “qué bien”, exclamó la otra. Y ya está, mi madre se quedó fuera y nosotros, dentro. La mujer nos indicó el camino para llegar al huerto, donde, según ella, estaba su hijo. Antes de llegar, nos advirtió:
—Por favor, no se os ocurra decirle que está muerto o que parece que está muerto porque no le gusta. 
  Hasta ese momento, ni mi hermano ni yo le habíamos dado nombre a la extraña sensación que experimentábamos cuando veíamos al niño sentado en el tranco, y era precisamente esa, la sensación de cadáver que transmitía, como si se hubiera muerto ayer o hace una hora. 
  —¡Diegollo, Diegollo! —gritó la madre desde la puerta de la cocina, que daba acceso al huerto—, ¡unos amiguitos han venido a jugar contigo!
Pasaron treinta o cuarenta segundos. Nadie respondía. Pensé, a lo mejor ha saltado la tapia y nos libramos de merendar con él. 
  —No os preocupéis —nos desalentó la madre—, estará distraído jugando a sus cosas. No andará lejos, se concentra tanto en sus juegos que ni oye ni padece. 
  Y nos animó a pasar y a buscarlo. Caminamos recelosos entre árboles frutales y tomateras pero sin llamar a nuestro supuesto nuevo amigo, con la sincera y reconocida esperanza de que no apareciera hasta la hora en que tuviéramos que volver a casa, mientras recordábamos nítidamente las últimas palabras de la mujer, “ni oye ni padece”, “claro, le dije a mi hermano, igual que los muertos”. 
  De pronto, después de un buen rato, notamos una pequeña vibración de tierra bajo el cerezo. Retrocedimos por precaución y porque ya estábamos bastante acojonados como para que aquello nos pareciera normal. Desde luego, aquello no era ni de lejos normal, de hecho, podía tratarse de un topo o de una lombriz gigantes. La tierra se movía, se ondulaba, se retorcía, se elevaba, menguaba, arriba, abajo, exactamente igual que una respiración telúrica. Habríamos huido al instante pero la curiosidad era superior al miedo. Y entonces no nos cupo la menor duda de que nuestro nuevo vecino estaba como una puta cabra o que realmente no era como nosotros, los niños vivos. Las dos manos que surgieron de la tierra eran las suyas, luego sacó la cabeza, con los ojos abiertos y la cara sucia. Cuando acabó de desenterrarse y se puso de pie, escupió tierra y nos miró sin ninguna señal de sorpresa en el rostro.
  —Mi madre te ha preparado un bocadillo de merienda, vivimos enfrente —dije. 
  —Lo sé —respondió el niño muerto. 
  Acto seguido, cogió el bocadillo que le estaba ofreciendo, le quitó la servilleta de tela, lo miró con curiosidad, creo que intentó olerlo y finalmente lo enterró en el mismo lugar del que él había salido un momento antes.
  —Es que ahora no tengo hambre, me lo comeré después si acaso.
  —Se te va a llenar de tierra.
  —Me encanta la tierra. 
  Que pensé, éste no está como una puta cabra, las putas cabras son 
mucho más cuerdas que este chiflado. Sin sonreír, como anunciándole a alguien la muerte de un familiar, nos propuso un juego. 
  —Venid, os voy a enseñar el pesebre, jugaremos al niñojesús.
  Nos condujo a un rincón del huerto donde había un pequeño chambao de cañaveras. Dentro, dos sillas y una caja que un día debió contener fruta. 
  —Tú eres el burro y tú eres la vaca. Tenéis que rebuznar y mugir todo el rato. 
  —¿Y tú que haces?
  —Nada, soy el niñojesús. 
 Entonces, se metió en la caja, tumbado boca arriba, esculpió una sonrisa de piedra, elevó un poco las manos y nada más, se quedó completamente quieto. Sus ojos abiertos no miraban a ninguna parte y su boca no respiraba. Mientras yo rebuznaba y mi hermano mugía, le tapé la nariz con dos dedos. La noté fría y viscosa y también noté que no pasaba aire por su boca. Por lo tanto, pensé, en realidad, no representaba al niñojesús sino a un muñeco rígido e inanimado del niñojesús. No sé si recuerdo que estuvimos rebuznando y mugiendo durante más de una hora, pero recuerdo muy bien que fue la madre del niño quien puso fin a la escena asomándose al huerto para informarnos de que esa noche dormiríamos allí. 
  —Será muy divertido —añadió—, podréis pasaros toda la noche jugando porque mañana es sábado. Vuestra madre me ha dado los pijamas y los cepillos de dientes. Voy a preparar la cena. 
  Como estábamos en invierno, a las siete de la tarde ya era noche cerrada. A las ocho y media, la madre de Diego o Diegollo, como ella le llamaba, nos sirvió la cena. Sopa de pollo y unos platillos de queso y chorizo. Por aquel entonces, nadie de mi barrio tenía tele, así que habríamos cenamos en completo silencio si a la anfitriona no le hubiera dado por hablar, porque su hijo no abrió la boca en todo el rato, ni siquiera para comer, puesto que no probó ni la sopa ni el chorizo ni el queso ni el pan ni el agua ni nada sin que a la madre le importase lo más mínimo. Ella parecía más interesada en vendernos las cualidades de su vástago a fin de afianzar los lazos de amistad entre él y nosotros. 
  —En Ízbor —empezó diciendo—, todos los niños querían ser amigos de mi Diegollo, ¿verdad, cariño?, era el niño más popular de su colegio, todos los juegos se los inventaba él, ya veréis qué imaginación tiene el tío, ¿te acuerdas, mi vida?, el juego de la gallina sin cabeza, el de hay un gato dentro de la lavadora, el del perro sin patas, el del terremoto en el cementerio, incluso el del niño muerto, que a mí no me gustaba mucho pero que a tus amiguitos les encantaba, cuéntaselo tú, anda, diles la gracia que les hacía a todos los niños y a las vecinas verte saltar desde la terraza a la calle sin que te estampanaras para siempre, o aquella vez que les enseñaste a tus amigos cómo engancharse a la parte trasera de los camiones y una rueda te aplastó la pierna derecha y tuvieron que amputarla, este chiquillo nunca se aburre, lo que más odia en la vida es aburrirse…
  Aquella noche lo vimos jugar al cuchillo desnudo sin que nos asombrara lo más mínimo. Al día siguiente se lo contamos a mi madre y nos prohibió tajantemente pisar esa casa de nuevo. Nunca más volvimos a jugar con Diegollo. Hace unos días, mi hermano me dijo que se cruzó con él y que charlaron. Me contó que sigue muerto y que se dedica al turismo como director de un complejo de apartamentos turísticos cuyo nombre no recuerdo. 

Caracol Romera