martes, 31 de enero de 2017

WHY DEAD CHILDREN?

  Si vuestras madres no os han gritado alguna vez: "¡Qué salir a estas horas ni que niño muerto!", o quizás: "¡Pero, qué vegano ni que niño muerto, cómete las albóndigas de una buena vez!" o incluso, ya rayando la redundancia: "¡Qué niño muerto ni que niño muerto!", eso significaría, amigas y amigos, que no habríais tenido infancia.
  ¿Quiénes eran aquellos niños muertos? ¿Qué fue de ellos? ¿Sus madres también les gritaban?: "¡Qué respirar ni que niño vivo!".
  Muchas veces nos paran por la calle para preguntarnos: "¿En serio vais a escribir relatos sobre niños muertos?" Y nosotros contestamos: "Sí, vamos a escribir "tiernorríficos" relatos sobre niños muertos por dos poderosas razones: la primera; porque nos da la gana y, la segunda, porque pensamos que esas adorables, tiernas y frágiles criaturas han sido injustamente olvidadas y queremos darles el protagonismo que se merecen.
  -Pues a mí, los niños muertos no me parecen ni adorables, ni tiernos. Más bien me dan mal rollo.
  -Pues a nosotros nos dan mal rollo los conejos, los gatos y demás seres estampanables (http://guiadelosseresestampanables.blogspot.com.es/). Así, que si no estás a gusto, búscate otro blog en el que te encuentres más cómodo, ¡Cansino, qué eres muy cansino!.
  ¿Se puede sentir amor sin un corazón latiendo? ¿Se puede ver un amanecer sin globos oculares? ¿Se puede sentir el calor de una caricia sin terminaciones nerviosas?
  Nosotros opinamos, sinceramente, que sí.
  Por eso, si alguna vez os cruzáis en vuestro camino con algún niño muerto, no os cambiéis de acera o corráis despavoridos porque ellos, simplemente, pretenden ser vuestros amigos.
  Aunque también podría ser que lo que pretendan realmente es arrancaros la cabeza y devorar vuestros cerebros. Entonces, sí; corred, corred todo lo rápido que podáis y no miréis atrás.



lunes, 30 de enero de 2017

DO YOU HEAR THAT, DEAD CHILD?

  Escucho llorar a mis padres. Mi madre llora desconsoladamente. Mi padre, casi en silencio.

  Me resulta extraño sentir a mi padre tan abatido, una persona a la que nunca vi expresar algo parecido a una emoción que pudiera significar lo que él creía era una debilidad pero supongo que hasta para el hombre más duro, es muy difícil digerir que tu único hijo ha muerto o, al menos, eso he oído que el médico decía de mí.

  Yo no creo estar muerto. Es cierto que no puede moverme, que hace ya un rato que no consigo emitir ni un solo sonido y que me han tumbado en un ataúd pero, sin embargo, puedo escuchar con claridad todo lo que sucede a mi alrededor.
  Escucho a la gente del pueblo que ha venido a acompañarnos. Escucho sus palabras de pésame y también sus cuchicheos: “Pobre familia, desde que perdieron las tierras no les han ocurrido más que desgracias y ahora esto”.
Entre el bullicio me parece escuchar a Antonio, mi mejor amigo, disculpándose por haberme llevado a jugar a los acantilados y a Luisa, mi tía favorita, contestando que nadie tenía la culpa, que la tragedia puede estar acechando en cualquier rincón.
  Escucho la monótona letanía del padre Juan. Habla de mí como si me conociera cuando, en realidad, yo huía de él como de la peste. No se cansaba de repetirme que él podía salvar mi alma pero llegó un momento que no soportaba ni su olor ni su presencia. Espero que se calle pronto porque ya hasta su voz me está pareciendo repulsiva.
  Escucho ahora hablar a don Matías, el maestro: "Era un gran muchacho, muy inteligente y con mucho potencial. Habría llegado lejos, sólo le faltaba atender más en clase y escuchar lo que quería enseñarle pero su cabeza siempre estaba en las nubes".
  ¡Qué ironía!, pienso. Ahora lo escucho todo. Escucho las pisadas de los que comienzan a marcharse, escucho el viento que gime lastimero entre los árboles y escucho las primeras gotas de lluvia que amenazan con deslucir la ceremonia. Puedo escuchar, incluso, a los ratoncillos del desván royendo mi caja. Me alegro que hayan venido, seguramente me echaban de menos.
  Cuando escuché caer la primera palada de tierra, sentí miedo. Le siguieron muchas más. Cada vez que la arena golpeaba el ataúd era como estar dentro de una ola de un mar enfurecido. La madera comenzó a crujir y el ruido se convirtió en un aguijón que taladraba mi cabeza. El miedo se convirtió en pánico. Chillé en silencio una y otra vez pero ni una sola palabra conseguí sacar de mi garganta. Desesperado, pensé en todas las cosas que alguna vez quise haber dicho y nunca me atreví a decir hasta que, por fin, logré convertir mi angustia en un grito aterrador: "¡Estoy vivo!".
  No podía tener la seguridad de que alguien me hubiera escuchado. Unos segundos después oí como alguien se acercaba. Volví a gritar con todas mis fuerzas: "¡Estoy aquí!¡Estoy vivo!.
  Una voz grave me contestó: "Buenos días, soy el encargado del cementerio. No, chaval, tú no estás vivo. Lo que estás es mal enterrado".
Escuché como se alejaba y como le echaba la bronca a otro hombre. Éste, refunfuñando, llegó hasta la tumba y continuó echando tierra durante un tiempo que me pareció interminable.
  Aquel tipo debía tener razón. Ahora ya no escucho nada.

The Nuevo.


domingo, 29 de enero de 2017

DEAD CHILD TRIP

  Si ahora mismo fueran las ocho de la mañana, Sandra estaría saliendo de casa para no volver. Pero solo son las diez de la noche, así que acaba de acostarse y empieza a pensárselo. Una barra entera de pan y una tripa de mortadela sin abrir, el bidón de la bici lleno de agua por si no encontrase fuentes, un pequeño paraguas por si llueve. Una eternidad de supervivencia en la mochila. Y sus piernas: caminar campo a través, llegar a otra ciudad, buscarse un empleo. En su cabecita va trazando los sucesivos pasos de la escapada con extrema minuciosidad y exactitud. Sabe que su padre la despertará a las siete y media, sabe que nunca nadie le revisa el material escolar, sabe que desde que cumplió once, va sola al colegio, situado justo enfrente de la casa. Piensa que esto puede ser un problema, porque a veces a su madre le gusta mandarle un saludo de despedida desde el balcón. Con los ojos cerrados visualiza la escena: entrar en el colegio ante la mirada materna, esconderse tras el tronco del ficus, esperar a que el balcón se quede vacío, volver a la calle, cruzarla en sentido contrario como si hubiera olvidado algo en su dormitorio, acercarse a la puerta, no abrirla aunque esté abierta ni tocar el interfono, desplazarse bajo los aleros, desplazarse bien arrinconada bajo los aleros, pegada a las fachadas, y huir. Un rato antes, mientras su madre se acicalaba en el cuarto de baño y su padre se fumaba un pito en face, habría sacado todos los libros, libretas y lápices de la mochila y en su lugar habría guardado el pan, la mortadela, el bidón de la bici y tal vez una linterna. 
  A vista de pájaro, el plan le parece perfecto, siempre y cuando no la busquen. Nota un entumecimiento en el brazo derecho y se gira. Padres, abuelos, profes y policía pudieran pensar que la han secuestrado. Medita mucho sobre esta posibilidad, se pregunta qué tendría que hacer para evitar que la busquen o, a las malas, que la encuentren. Lo primero, cambiarse el nombre, concluye, agenciarse uno completamente distinto al suyo, por ejemplo, Antonio, un nombre tan ridículo como cualquier otro. Esto le recuerda que todavía no ha pensado en la ropa. Si desde mañana se llamara Antonio, necesitaría una indumentaria de chico. Su hermano, aunque sea mayor que ella, tiene su misma talla, así que no le queda más remedio que meter también en la mochila algunas prendas de Ovidio, e imagina que con unos pantalones, una camiseta y un jersey bastará. Además, ¿qué tal si dejase una nota de despedida para que nadie se asuste ni intente encontrarla? Querida madre y querido padre, redacta mentalmente, no estoy secuestrada, no me busquéis. Ahora bien, ¿dónde dejarla para que no la descubran demasiado pronto? Se le ocurre que lo mejor sería enviarla por correo, pero no sabe cómo se envían cosas por correo, así que dedica los siguientes diez minutos a proponerse sitios para depositar la nota. Lo ideal sería que sus padres la leyeran pasado mañana, domingo, entonces, el escondite más adecuado sería una prenda dominical, como la chaqueta de ir a misa. Vale, pues ya está, piensa, una cosa menos. Pero, ¿qué hacer con el boletín? Llevárselo es como recordarse a sí misma todo el rato que fracasó en el primer trimestre, y no quiere que sus padres lo sepan. Intuye que registrarán su cuarto en busca de pistas que les ayuden a explicar la huida. Recuerda que cualquier letra que no sea la A supone un fracaso y ella, en este primer trimestre, solo ha obtenido Bes, una B detrás de otra, B, B, B, B, B, B, B, Beeeeeeeeee, como las cabras. Desde ahora, piensa, seré una cabra solitaria y montuna, si no valgo para la A, se dice, tiraré para el monte y nadie podrá reprochármelo. Entonces, sin saber todavía qué hará con el maldito boletín, cierra los ojos e intenta conciliar el sueño, pero no puede, un gran insomnio de nervios la ha ocupado entera, de pies a cabeza, de Este a Oeste, de Sur a Norte, lo siente avanzar por las costillas, en cada músculo de su cuerpo, en el hígado, los riñones, el páncreas, en cada latido, lo percibe como un temblor de párpados y adrenalinas, como si respirase dentro de una burbuja sin aire, como si el mundo estuviera preparándose para aplastarla mañana.
  A las siete y media en punto, su padre entra en el dormitorio entre susurros y palabras dulces, cariño, ya es la hora, la penumbra le impide ver algo más que un bulto bajo las mantas. Sube la persiana, el sol no ha salido aún pero la claridad le muestra un pánico de ojos abiertos. Su hija no está dormida ni despierta, no habla, no mira, no está fría ni caliente ni rígida, sino que empieza a levantarse como si no fuera ella.

Caracol Romera.


sábado, 28 de enero de 2017

DEAD CHILD GAME

  Le odiamos. Desde que ha llegado a casa no ha dejado de llorar y de reclamar la atención de nuestra madre.
  Cuando nos preguntaron si queríamos tener un nuevo hermano, nosotros contestamos que no nos hacía ninguna falta. No nos hicieron caso y ahí le tenemos berreando todo el puñetero día.
  Con tanto ruido es imposible que podamos disfrutar de nuestro juego favorito: “Niño muerto”. Es un juego que, como su nombre indica, necesita de un silencio sepulcral o, al menos, de un poco de tranquilidad.
  Cada vez que nuestra madre no quería que hiciéramos algo siempre concluía la discusión con un: ¡Qué tal cosa ni qué niño muerto!.
  Nos encantaban aquellos “niños muertos”, así que decidimos convertirles en una parte esencial de nuestro entretenimiento. Si yo le decía a mi hermano: “niño muerto jugador de cartas”, él corría a buscar una baraja, se desplomaba en la mesa sujetando unas cuantas cartas, ponía los ojos en blanco y sacaba media lengua fuera. Después de casi dos horas sin mover un músculo, se incorporaba y me pasaba el turno: “niña muerta bailarina”.
  Cuando la sangre salpicó las cortinas nos dimos cuenta de dos cosas: la primera; que el vecino de abajo no mentía cuando decía que nos odiaba, la segunda; que nosotros sí lo hacíamos cuando decíamos odiar a nuestro hermano.
  Ahora, los tres podemos jugar a “Niño muerto” pero ya no nos divierte tanto.


The Nuevo.




viernes, 27 de enero de 2017

DEAD CHILD WITH MONSTER NOISE


  Mientras el monstruo rugía en otra parte de la casa, comprendió que solo había una forma de esquivar el sufrimiento y el miedo. Ya no bastaba con cubrirse la cabeza y taparse los oídos con almohadas y dedos, cerrar la puerta del dormitorio y abrir la ventana incluso en invierno para que el escándalo urbano disimulase los gruñidos, porque éstos parecían proceder ahora de su propia conciencia. Llevaba años oyéndolos y había llegado a considerarlos como algo normal y corriente, sin embargo, eso no los hacía menos desagradables. Desde fuera, se instalaban dentro y le impedían dormir, incluso, muchas veces, le impedían ser él mismo. Era como si a fuerza de escucharlos los hubiera ido incorporando a su propia naturaleza, de tal modo que, en el colegio, de vez en cuando, el monstruo le salía por la boca sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.
  Una mañana por ejemplo, como todas las mañanas, se estaba quedando profundamente dormido a segunda hora y su compañero de pupitre, a fin de librarlo de otra regañera del maestro, le propinó un pequeño codazo entre las costillas. En ese momento, él ya estaba sobrevolando una casa rodeada por un jardín lleno de flores amarillas, según le contó poco después al director del colegio, y el codazo lo oscureció todo y fue como caer en picado desde una gran altura y estampanarse brutalmente contra el asfalto. Abrió los ojos sin recordar dónde se encontraba, se incorporó sobre el libro abierto y le lanzó el puño en piña a su compañero. Dentro del puño había un lápiz recién afilado.
  Se calificó el incidente como muy grave, merecedor de sanción y de llamada urgente a los progenitores. Una hora más tarde, su madre fue a recogerlo con lágrimas de vergüenza y culpabilidad.
  Camino a casa, el niño también lloró, durante varias estaciones, mientras repetía sin cesar que había sido un accidente. Pero, ¿de verdad había sido un accidente? De pronto, como si hablara otro, le gritó textualmente que estaba hasta los cojones de tanta mierda y que ella era una furcia ignorante que no tenía ni puta idea de lo que significaba ser madre. Luego siguió llorando pero a navaja.  
  Y fue esa noche cuando descubrió el único método infalible para escapar de los gritos. Pensó, los niños muertos no duermen, no sufren, no oyen, no juegan ni sienten necesidad de jugar, no temen machacarle la cabeza al monstruo, por ejemplo, con un destornillador.

Caracol Romera.



jueves, 26 de enero de 2017

THE GOOGOL NUMBER

  El momento  del patio es sagrado. Eso lo tenemos claro toda la muchachada que apuramos hasta el último segundo jugando a cualquier cosa que se nos ocurra como si nuestra existencia dependiese de esos exiguos minutos de libertad que poseemos antes de tener que volver a clase. Lo tenemos claro todos menos Andrés, el niño muerto.
  Andrés era mi muy mejor amigo hasta que murió. A partir de ese día comenzó a encerrarse en si mismo y preferir la soledad sobre todas las cosas hasta que ocurrió lo inevitable; su soledad se hizo crónica.
  ¿A qué dedica el niño muerto la escasa media hora que tenemos de recreo?. Da vueltas al patio mientras cuenta sin parar.
  “Mil ciento uno, mil ciento dos, mil ciento tres…”
  ―¿Qué haces? ―le pregunté, intrigado.
  ―Cuento ―me contestó, sin tan siquiera mirarme.
  “Mil ciento seis, mil ciento siete, mil ciento ocho…”
  ―Eso ya lo veo. Lo que quería decir es por qué lo haces.
  ―Quiero llegar hasta el número gúgol.
  ―¿Qué mierda de número es ése?
  ―El número gúgol es un uno seguido de cien ceros.
  ―¡Ah!. Pues me parece que vas a tardar un huevo y medio.
  ―No me importa.
  Me largué de allí, me entró miedo de que la estupidez fuera una enfermedad contagiosa.
  Fueron pasando los días y aquella monótona cantinela acabó haciendo mella en nuestros infantiles cerebros. Cada vez que la órbita del satélite niño muerto, antes conocido como Andrés, se acercaba a alguno de nosotros, inmediatamente se nos quitaban las ganas de jugar a nada. El aburrimiento amenazaba con adueñarse del patio despojando al recreo de todo su sentido. Si la situación continuara así, acabarían por resquebrajarse los cimientos mismos en los que hemos basado nuestra civilización occidental.
  “Seis mil cuatrocientos cinco, seis mil cuatrocientos seis, seis mil cuatrocientos siete…”
  ―¡Joder, este tipo es un puto coñazo!.
  ―¡Y qué lo digas, Vasco!.
  El Vasco, como habréis imaginado, era vasco. Estaba en posesión de las manos más grandes de toda la escuela que, cuando jugaba al frontón, utilizaba para reventar las pelotas contra la pared.
  ―Le voy a pedir que pare ―dijo el Vasco, mientras se arremangaba.
  Se acercó al niño muerto y le arreó un collejón de “toma pan y moja que es salsa de melón, chúpate el dedo que has tocao natillas”, al tiempo que le gritaba: “¡Calla ya, tontolaba!".
  Andrés cayó al suelo y allí se quedó quieto, inmóvil, petrificado.
  ―¡Ostias, Vasco!¡Lo has matao!
  ―¡No seas necio! ¿Cómo le voy a matar si ya estaba muerto?.
  Después de un rato dándole patadas para verificar en que punto de la existencia se encontraba, Andrés se incorporó lentamente, como si regresara de un mal sueño.
  Cuando abrió los ojos, en lugar de las vacías cuencas que lucía últimamente, sus ojos volvían a tener el intenso color ámbar que antaño me había enamorado.
  ―¡Andrés, estás vivo! ―exclamé, mientras le abrazaba.
  ―Sí, y es una sensación muy extraña. Es como volver de un lugar muy lejano. Yo diría que tengo una especie de “jet lag”.
  ―¡Esto es un milagro de libro!.
  ―No le des más vueltas ―dijo, mientras terminaba de levantarse. ¿Jugamos un partido?.
  ―¿No prefieres seguir contando?
  ―Ya no. Vamos a jugar.
  Por desgracia, al día siguiente descubrimos lo difícil que es que los milagros perduren en el tiempo. En cuanto Andrés piso el patio, se volvió a morir.
  Esta vez decidimos enterrarle bien profundo en el arenero para evitar que volviera a las andadas.


The Nuevo.







miércoles, 25 de enero de 2017

DEAD CRYING


A mi hermano Lali, un tipo al que le gusta mucho Lisboa.

  El llanto comenzó a las dos y diecisiete minutos de la madrugada. Yo había llegado a la casa de mi hermano apenas media hora antes y acababa de sentarme frente al portátil para escribir una carta de amor. La casa de mi hermano se encontraba a medio camino entre la mía y la de mi esposa, a unos trescientos kilómetros de ambas. Mi esposa se enfadó conmigo la semana anterior y había decidido volver a su pueblo durante un tiempo para castigarme o quizá para romper definitivamente. Mi hermano se había ido de vacaciones a Lisboa. En el dúplex contiguo, los vecinos eran un matrimonio joven y un bebé.
  Exactamente a las dos y diecisiete minutos de la madrugada, el bebé se puso a llorar y yo solo había escrito: hola, espero que la oscuridad. La coincidencia cronológica entre la palabra oscuridad y el llanto me desconcentró completamente. Era como una de esas coincidencias inexplicables que se producen cuando estamos leyendo cualquier cosa y alguien pronuncia la misma palabra en el preciso instante en que la leemos. A mí me ha pasado un montón de veces pero todavía no sé lo que significa ni si significa.  En este caso, lo interpreté como una llamada de atención y dejé de escribir la carta. Yo esperaba que la oscuridad no la hubiera alcanzado a ella tanto como a mí, sin embargo, ahora, de repente, no estaba tan seguro. En el fondo, deseaba que mi esposa lo estuviera pasando tan mal como yo y que, después de una semana de silencio, me echara de menos tanto como yo a ella.
  A partir de ese momento, lo único que hice durante las siguientes tres horas y media fue descifrar lágrimas. Claramente, no era un llanto malintencionado, no era agresivo ni parecía contener insultos, exigencias ni mecagontos, sino que sonaba cargado de agotamiento y sueño. A ese crío no le apretaba el pañal ni tenía hambre, su verdadero problema era el insomnio. Lo único que necesitaba, aun sin saberlo, eran muchas caricias en la zona capilar. Solo eso. Silencio absoluto y caricias. Respirar lento y nada de palabras. Yo lo habría conseguido en menos de cinco minutos.
  Una voz femenina dijo: "por favor, sácalo de la cuna y tráelo aquí". Una voz masculina dijo: "puto niño". Porque lo más probable es que el padre de la criatura no pudiera seguir abrazando a la madre durante el resto de la noche, ni ella a él, por culpa del pequeño. De verdad, pensé, traer niños al mundo para esto. La voz femenina intentaba calmar al muchacho con palabras dulces y alguna que otra canción, la voz masculina se movía de vez en cuando por la casa. Borré el intento de frase y escribí: Hola, amor mío, solo deseo que la oscuridad colapse el mundo esta noche. Pero no pude continuar.
  A las seis menos doce minutos, el llanto cesó. Imaginé a la pareja durmiendo delicadamente en la cama, los imaginé suaves y tiernos, agotados, desnudos, casi roncando, y con el puto niño en medio, entonces, yo también me quedé dormido.
  Mi idea era levantarme temprano para continuar un viaje que tal vez pondría fin a mi desesperada situación de abandono, sin embargo, no lo conseguí hasta las once y media. El móvil seguía en silencio, no había llamadas perdidas ni mensajes. Y las sensaciones habían cambiado, ya no me apetecía que la oscuridad colapsara el mundo. Me preparé un café con leche y encendí el portátil. No se oían ruidos en la casa de al lado.
  Como si se tratase de un recordatorio del destino, en cuanto escribí: hola, cariño, toda oscuridad pasa y debemos paralizar el llanto, el llanto ocurrió de nuevo. Y era distinto al de la noche, mucho más estridente y enfático, mucho más agudo y perentorio, yo lo conocía muy bien, era la llamada del hambre. Una llamada urgente como la sirena de una ambulancia o de un camión de bomberos. Vale, le dices al niño, tranquilo, voy a prepararte un biberón, pero él no se lo cree hasta que la tetina rebosante de leche está en su boca. Mientras tanto, sigue berreando con rabia extrema. La verdad es que el bebé de los vecinos ya me estaba tocando los huevos. Yo solo quería enviarle un email o un whatsapp a mi esposa con vísceras de arrepintiendo y súplicas de perdón, y anunciarle que estaba a punto de ir a verla. Quería hablarle del futuro en un tono amable y esperanzador, pero aquel llanto me arrastraba constantemente al pasado. En fin, ¿qué culpa tenía el pobre chiquillo?, y ¿dónde diablos estaban los padres? ¿Habían dejado al niño solo? Sin duda, eran padres novatos e inexpertos, pero, joder, ¿tanto rato para prepararle un puto biberón al puto crío? Al cabo de cuarenta o cincuenta minutos, toqué el timbre de su puerta pero nadie abrió. El niño seguía llorando con lágrimas de odio. Me tumbé en la cama y las viscoseé durante media hora. Descubrí un patrón que se repetía cada cuatro minutos, un suspiro seguido de otro suspiro seguido de un pico muy alto de llanto. Había que entrar en esa casa como fuera o llamar a la policía. Sin saber por qué, empecé a sentirme fatal, fatalísimo, mágicamente, todo eso me estaba pasando a mí, no al niño ni a sus padres, sino a mí en persona, me estaba pasando ahora y hace trece meses al mismo tiempo.
  Pues ya está, me asomé al patio y vi que en la casa de al lado, la ventana de la cocina estaba abierta. Era muy fácil saltar la tapia que separaba los dos patios y llegar hasta allí. Metí la cabeza y grité, hola, ¿hay alguien? Mi hermano había colocado rejas en la ventana de la cocina, afortunadamente, sus vecinos eran más confiados. No parecía haber nadie dentro salvo el bebé que lloraba. Así que entré. Siguiendo el llanto, subí las escaleras, que eran simétricas a las de la casa de mi hermano. En el dormitorio contiguo a la habitación que yo utilizaba para dormir y escribirle una carta imposible de amor a mi esposa, había una cama de matrimonio y, a los pies, una cuna. Por culpa de la penumbra tardé más de veinte segundos en descubrir que la personilla que ocupaba la cuna era en realidad un muñeco. Tenía los ojos abiertos y los brazos como de niñojesús.
  Entonces, ¿quién cojones estaba llorando? Sobre una de las mesitas de noche había un ipad conectado a unos altavoces. Desenchufé todos los cables y volví a mi lugar de confort. Nunca antes me había resultado tan sencillo y rápido conseguir que un bebé dejase de llorar. Me senté frente al portátil y escribí: Hola, amor mío, llevabas razón, jamás volveré a decir que está muerto.

Caracol Romera.